Dijo: ¡Gracias! al viento y a la tarde, que luminosa se reflejaba en los cristales, en las gafas, en las miradas ambiguas de la gente. Y ese Gracias se multiplicó y como si fuese un mantra se fue desbocado por la calle, embistiendo paredes, desprendiendo luminiscencias, enredándose entre las azaleas de un jardín, arrasándolo y perdiéndose en los recodos pueblerinos. El eco descendió por una callejuela crecido como un alud que levantaba polvo ceniciento en su derrumbe, arrasando todo a su paso, niños, viejos, perros y hiedras y ya era un bolo gigantesco y agradecido que aún no se detenía, más corría fatigoso y bufando como una locomotora por las calles que parecían abrirse ante tamaño fenómeno.
Es necesario ser sincero. Nada de eso ocurrió en realidad, sino en la mente fantasiosa de ese muchacho. Su agradecimiento, aterido, poco convincente, casi nadie lo escuchó. Fue una palabra que surgió espontánea, un hipo o un flato irreverente que a lo más consiguió que una señorona se volteara con rostro indignado. Pero la tarde florecida de ese verano merecía algún regalo. Y fue esa palabra ambigua, la que permitió que una súbita ráfaga trajera consigo un festival de colores que dibujaba rosas, claveles, alelíes, hortensias y jazmines de todas las tonalidades disponibles y que sobrevolaron ingrávidas por sobre las cabezas de los circunstantes, escuchándose gritos de admiración, sollozos y aleluyas que agradecían tal espectáculo. Bueno, eso tampoco ocurrió. Más bien, el muchacho, ya demasiado mareado con tanta situación imaginada, se retiró con lentitud del lugar, pateando los guijarros del camino y entonando algún son de moda. ¡Gracias! –se repitió para sí, porque agradecer era lo suyo cuando su corazón se conmovía ante alguna maravilla. Y ya no esperando nada más que regresar al cuarto que arrendaba en los suburbios para sumirse en nuevos devaneos, al perfilarse por un sendero estrecho que se curvaba al final, imaginó que una diosa o una ninfa o ambas cosas a la vez, caminaba con gesto ensoñado en sentido contrario. Claro, otra invención de sus sentidos, pensó, ya confundida su mente fantasiosa, mientras la chica se aproximaba y a cada paso iba revelando su belleza, tan irreal para un entorno tan pero tan cotidiano. Y cuando se cruzaron, la hermosa chica le sonrío dibujándose el mar en cada una de sus pupilas.
-¡Eugenio!
Era Tara, una niña que le había servido de modelo tiempo atrás. Es preciso aclarar que el muchacho también pintaba y volcaba su arte para crear perfiles femeninos, coqueteaba con la suavidad de sus líneas que adquirían vértigo en su bajada, su juicio peligraba en las sinuosidades y ya en la última pincelada, la pasión tamboreaba en sus sentidos. Obvio, eran sus fantasías.
-¡Qué sorpresa!- exclamó él, sin siquiera reparar en el hecho de que aún se conservaban en sus uñas los rastros ínfimos del óleo que plasmo la figura de ella.
-Estoy de vacaciones, suspiró la chica. -Una secretaria ejecutiva requiere descanso- admitió. Además, me gustaría que me retrataras una vez más.
Eugenio tragó saliva.
-Desnuda. ¡Pintas tan bien! Quiero ver mi piel imaginada en el fragor de la tela.
Esta vez, el muchacho se atragantó y le sobrevino un ataque de tos.
-Cua… cuando gustes.
-Esta misma tarde, ahora, estoy ansiosa por modelar y contemplar como tus pinceles adquieren vida, alas, resplandor. Ahora mismo. ¿Vamos?
Y Eugenio apuró el paso con la alegría encendiéndole las facciones y con el corazón latiéndole al compás de su entusiasmo. A su lado, su perrita Tara corría brincando y esbozando suaves gruñidos.