El joven comenzó a escuchar susurros mientras limpiaba una de las habitaciones de la mansión, no era entendible y le desconcertaba de los zumbidos que alcanzaba a percibir, era un siseo espaciado en el tiempo, en ocasiones parecía provenir de un retrato, pero cuando se acercaba a él, la fuente extrañamente cesaba para luego escucharse en una lámpara o tan solo en una esquina del cuarto.
El viejo se sorprendió ante el comportamiento del joven que le explicaba agitadamente lo que sucedía. El viejo no lograba escuchar el ruido, ni una pizca de él. De repente, se dejó de percibir sonido alguno, ni siquiera el viento, ni la respiración, como si estuviese en el espacio, la ausencia, como abrir los ojos en la oscuridad pero con el oído.
El joven estaba perplejo, pensaba que se estaba volviendo loco, ¿Qué podría ser lo qué está sucediendo? se preguntó. Pasaban los segundos y seguía sin sentir los sonidos; los segundos se convirtieron en minutos y el viejo no paraba de mirarlo con asombro, al parecer el joven estaba actuando de forma muy curiosa para él, extrañado, decidió agarrarlo de los hombros, pero el joven ya se había desmayado.
El viejo le tenía preparado un café cuando despertó, había transcurrido no más de un par de horas, no había silencio, ni siseo, el joven escuchaba con normalidad, conversaron varios minutos sobre el suceso, pero el viejo nunca notó algo diferente.
El joven no había vuelto a tener esa ocurrencia hasta una semana después, volvió el pequeño ruido, esta vez era más que un susurro. Lo buscó con afán, ¿De dónde viene? Se dijo para sus adentros. Cruzó un pasillo y llegó a la sala principal, parecía un candelabro lo que emitía el reducido eco, se acercó pero ya no estaba ahí, se había movido, en esta ocasión, el murmullo se había trasladado a una antorcha del antejardín. Corrió hacia él, pero, una vez más, era muy tarde.
El viejo tenía varios vehículos en el garaje de la residencia y el sonido provenía de uno de sus carros, ahora, el ruido se había convertido en un golpeteo, con un chillido entrecortado, como un grito vacío con el redoblar de un tambor de fondo, pero sin ritmo, un poco descolocado y a destiempo.
El joven cambió de estrategia y se aproximó al parqueadero con lentitud, aún se oía el alboroto en el carro y notó que con cada paso que daba, el crujido simplemente bajaba, como si detectara que tan cerca estaba. Decidió alejarse un poco, pero el volumen no aumentaba ni bajaba, tan solo seguía ahí. Se quedó quieto, pasmado, pensando que nunca iba a dejar de escuchar el repiqueteo, cuando de repente, sintió que el sonido provenía de todas partes, no solo de ese carro en particular, de los otros dos carros del viejo, una pequeña lancha que el viejo llamaba “mi nave”, varias motos y unas cuantas bicicletas. También de las puertas, de los bombillos, incluso, de una mariposa que alcanzo a ver posándose en uno de los postes de luz. El sonido se había transformado en un estampido y retumbaba en su cabeza.
El viejo descansaba apaciblemente mientras todo esto sucedía, dormía una buena siesta luego de la hora del almuerzo, era su rutina desde sus días de retiro, ya había trabajado toda su vida y se dedicaba a reposar aunque no mostrara signos de envejecimiento desde que el joven lo había conocido.
El joven salió corriendo despavorido a una plantación de maíz cercana para apaciguar su sufrimiento puesto que ya era un rechinamiento que invadía sus sentidos, comenzó a caminar muy torpemente, estaba perdiendo el equilibrio y desarrollando una ceguera con parches de blanco intenso que ofuscaba su visión. Se tornó agresivo y recurrió a la violencia, estirando los brazos y arremetiendo contra el maizal; de nada servía. Decidió volver a la vivienda con las energías que le quedaban y con los cortes en los brazos que se había auto infligido.
El viejo, con sus tantos años de vida, sabía lo que iba a acontecer a continuación, se había preparado para ello y quería disfrutar del silencio.
El joven recorría desesperado el piso principal y al pasar por uno de los cuartos agarró un taladro de una caja de herramientas mientras continuaba su paso, la totalidad de casa era un emisor constante de un chillido horripilante, era como el tañido de un arpa, pero no armónico sino estruendoso, era un ruido blanco, negro, de todos los colores, un arco iris incisivo de pulsaciones constantes, no había descanso al dolor.
El viejo aún continuaba posado en su cama, su cara reflejaba calma y su cuerpo estaba relajado, como en un estado de meditación, en otro mundo.
El joven entró a la habitación del viejo y tomó el taladro, lo activó y se lo llevó a su cabeza. Subió la mirada y miró al viejo de reojo. De repente el ruido se apaciguó. Perplejo, y aún con el taladro chillando a unos cuantos centímetros de su sien, el sonido que estaba oyendo era un paraíso en comparación con el infierno sónico que había vivido justo antes. Bajó el taladro y apartó la mirada por un segundo, el estallido volvió súbitamente. Volvió la mirada hacia el viejo pero el ambiente no se quietaba, regresó al abismo del que había salido. En esta ocasión, ocurrió algo inquietante: el viejo esbozó una sonrisa y al retirar la mirada del él, el joven sentía como disminuía un poco el estruendo.
El viejo no notó la presencia del joven y éste se encontraba abrazándolo, contra el pecho del viejo había utilizado el taladro. |