Ella no hablaba de libros ni de amores. No tenía horizontes y sólo veía desastres por todas partes, así no los hubiera, ella los imaginaba. Andaba con una bola de acero a sus espaldas, sin saber que es mejor andar liviana. Desconocía la magia de las palabras y que pueden abrir puertas que estaban condenadas desde hace mucho tiempo. No sabía que el amor abre hasta la noche cuando la noche no quiere romperse.

Un día, cansada de sí misma se miró en el espejo y se vio muy fea, tan fea que rompió el diabólico espejo en mil pedazos para que no siguiera martirizándola, pues Descubrió que los espejos empañan la transparencia, porque la belleza está en las profundidades del alma.

Desde ese día abandonó también la bola de acero que llevaba en la espalda y sintió resucitar de la muerte cotidiana en la que se mantenía. Sus ojos pudieron ver más allá de donde veían los mortales, pues llegaban a los vastos horizontes y ahí se extasiaba contemplando la belleza de la creación. Se hizo más liviana al andar. Se soñó volando por los vastos cielos y al despertar descubrió que le habían salido alas.