La bestia que me acosa, que me hace bajar los ojos o desviar la mirada para no ver de frente los ojos de los otros, a breves ratos me deja respirar un poco. Me persigue cruelmente desde hace muchos años; aunque lucho y trato de evadir al monstruo, rara vez logro esquivar su ferocidad opresora. Intento esconderme detrás de pensamientos optimistas, alegres; pero en cuanto él aparece se termina mi paz, mi ecuanimidad. Entonces los ojos se me ponen duros, como rocas inamovibles, se quedan fijos y me duelen, me duelen hasta hacer desear desesperadamente cerrarlos.
El demonio que me atosiga y me va minando lentamente, hoy me ha desquiciado por completo. Estoy al borde de mi resistencia, quizás de la locura. Un par de ojos azules lo han despertado con tal violencia, que al mirarme en ellos sin querer y hundirme en sus profundidades, las garras del ente maldito me han atenazado de tal forma, que no he podido librarme de ellas; no logré desviar la mirada de esos ojos color de mar en calma, que a su vez me miraron serenos, inocentes. Su dueña, una joven de apenas veinte abriles, me dijo: “¿se encuentra usted bien, señor?”… No dije nada, solo la seguí mirando sin pestañear mientras la dureza de las rocas que eran mis ojos crecía insoportablemente. ¿Qué le podía decir? ¿Qué sus ojos me habían fascinado?... La bestia se burló de mí hasta cansarse. Yo, nada más incliné la cabeza y seguí mi camino.
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