Algo sucede con las griferías de casi todas las casas porque en el momento menos pensado las llaves se atoran, gotean como si sufriesen un catarro o en la más pérfida de las situaciones, se ruedan y surge de inmediato nuestra visceral desesperación porque el vital elemento se escurre enloquecido estropeando los pisos, rompiendo con ello la natural armonía de nuestros hogares. Algunos se las arreglarán para aplacar este desastre utilizando las herramientas que tengan a mano, pero la mayoría desconoce los misterios de la fontanería y la urgencia los obliga a requerir al gasfíter, como los nombramos acá en Chile.
Bueno, en la casa siempre se recurrió al bueno de Manuel, un hombre de mediana edad, fornido y bonachón, que se aparecía sonriente montando su bicicleta y su abultada caja de herramientas. Detectaba la falla gracias al oficio adquirido en multitud de refriegas similares y nosotros, confiados, lo dejábamos realizando sus estratégicas labores, mientras el alivio se aposentaba en nuestras almas.
El “paciente” que requería de sus servicios con mayor frecuencia era el calefón, un aparato sobreviviente de la tecnología antigua. Allí metía las manos el bueno de Manuel que lo desnudaba para revisar su interior. Como ya lo conocía de memoria, no vacilaba al decidir que cambiando alguna pieza o reacomodando otra, este señor un tanto añoso que era el calefón recuperaría sus funciones, tan apetecidas por nosotros.
-No se les vaya ocurrir reemplazarlo- advertía con ese tono entre cordial y experto – este aparato es mil veces mejor que los que se venden ahora, esos que se encienden hasta cuando uno les guiña un ojo. Una simple falla cuesta diez reparaciones de éste. No lo cambien ni por nada.
Y uno se imaginaba a ese armatoste ya recompuesto inflando su pecho metálico, orgulloso de ser un sobreviviente al que se le valora como corresponde.
Es la importante labor de estos artesanos que llevan en su alma un gen que los emparienta con los doctores y que viajan de casa en casa, con sus necesarias herramientas y su enorme dedicación para regresarles la tranquilidad a sus reconocidos clientes.
Hoy, sin embargo, supimos que Manuel no regresará más a nuestra casa. Una repentina enfermedad lo tumbó para siempre, sumiendo en el más desgarrador de los dolores a sus hijos, a sus familiares y conocidos y dejando a su fiel clientela huérfana de su cordialidad, de su enorme maestría y de sus desinteresados consejos. Muchísimos aparatos instalados en las más diversas viviendas conservarán desde ahora en sus metálicas anatomías sus remiendos y sus huellas para el recuerdo, la nostalgia y la desazón.
Uno intuye que es muy posible que alguno de los componentes de nuestro calefón ya esté por enésima vez en vías de malograrse, tal vez una válvula suelta o alguna pieza de su engranaje que ya comienza a descomponerse. Vaya uno a saberlo. Pero, acaso por una triste y sorprendente coincidencia, el calefón, el viejo y remendado aparato, que era casi el regalón tantas y tantas veces devuelto a sus funciones por el bueno de Manuel, de un momento a otro comenzó a gotear y apena contarlo, pero es preciso reconocer que parecían las lágrimas de un artificio metálico que por un golpe incomprensible y de un momento a otro conoce la desoladora orfandad.
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