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Camilo Trelles, detuvo un instante su andar raudo como si ese gesto, el gesto de detenerse en medio del pasillo lúgubre, le permitiera reconsiderar algún ademán de su rostro, como si esa detención en su camino hacia mí, le permitiera pausar las palabras y escudriñar en su mente algún argumento válido para mi ansiedad. Finalmente creo que encontró las palabras justas y se sentó a mi lado, sin mirarme siquiera directamente a la cara, el inspector de la policía de investigaciones, se sobó las manos y me relató en voz baja que había logrado ubicar a Agustina, en un prostíbulo de calle Balmaceda “Usted sabe, Roberto, que este operativo es peligroso” no le contesté sólo me limité a recordar que ese lupanar estaba a una cuadra de la casona que poseía mi abuelo , es decir que Agustina en estos momentos, se encontraba a la misma distancia de nuestro primer encuentro hacía 40 años bajo los ciruelos. Estaba, yo, sentado en la nada, en ese punto en que luchan la osadía con la conformidad, en la incertidumbre de si llegar hasta el final con esta historia o dejarla hasta ahí y concluirla con alguna fantasía.

El viento correteó entre el ramaje del ciruelo trayendo en sus flecos los fastos que ya se tejían en rededor de Agustina: “te quiero besar, chinito” en nuestros encuentros infantiles en el sitio de mi abuelo, jamás había llegado tan lejos con esa propuesta tan osada, me quedé esperanzado que sólo fuera una broma de ella pero su certeza era tal que acercó sus labios a los míos y fue allí que desperté violentamente ante la Agustina que yo no conocía, su evidente aliento alcohólico no era, solamente entonces, la chimuchina de las vecinas si no que era una realidad trágica y lacerante. Agustina Nicolasa Lobos Smith, era la menor de 10 hermanos. El Smith, como el color de su pelo y la piel, se lo había ganado gracias a una misionera inglesa que pasó por ahí, por Coronel de Maule, y que el padre de Agustina, Heriberto, enamoró impíamente, sin tapujos de por medio. La misionera, tal como apareció, desapareció, dejándole al mocetón brioso de piel tostada por causa de las largas caminatas entre Cauquenes, Pocillas y Coronel de Maule, la chiquilla; en nombre de ella y sin su presencia, Heriberto bautizó a la recién nacida con el apellido de la gringa. “Chinito, no me dejes nunca”, me rogó Agustina, el sabor del vino de rulo, se quedó como un souvenir rabiosamente adherido a mi boca, acompañándome en toda mi adolescencia. Después de ese día, en el verano de 1973, Agustina se alejó de mí en su forma física, su historia se siguió escribiendo en mi memoria bajo los ciruelos que me hablaban de ella cada verano que volvía a la casona de mi abuelo.

Nadie sospechaba que la muchachita que se encontraba en una de las habitaciones del prostíbulo de doña Mercedes en calle Balmaceda con Jorge Villaseca, dueño de una fundición de Cauquenes, era una adolescente que recién se empinaba por los 14 años… un día cualquiera llegó por allí y sólo dijo que era La Coca, solicitó a Doña Mercedes Barría un cuarto para trabajar. Todos en el burdel desconocían de dónde provenía “esa chiquilla es un gran misterio” siempre opinaba entre dientes doña Meche a Enriquito y con los ojos que indicaban una gran duda. Desnuda y ya media borracha a esas alturas de la noche, se quedó observando irónicamente a los pies de la cama al hombre, quien también ebrio, reía y conminaba a la novel mujer a que se acostara nuevamente para continuar con aquella depravada relación sexual. Villaseca en su borrachera, no percibió los síntomas de odio en el rostro de La Coca. Ya había estado fornicando con Villaseca en otras dos oportunidades anteriores y doña Meche Barría se la reservaba. La Coca, arrastró sus pies por el piso de madera encerado y brilloso como una gacela en celo, reía y le mostraba la botella aún con vino al fundidor; se acercó a la cómoda en donde se maquillaba y lentamente abrió el primer cajón, su pelo largo y rubio caía descuidadamente sobre su perfecta espalda blanca pecosa… tomó la automática y a quemarropa desarrajó dos tiros en los genitales de Jorge Villaseca… Un grito desgarrador se extendió por las calles ya obscuras de Cauquenes, rebotando en las paredes de adobe y los escuálidos faroles que corren por la ciudad. La Coca al ver desmayado a Villaseca, tomó un largo trago de vino desde la botella y la automática humeante y amartillada, la dejó firme a su mano, sin ningún atisbo de compasión, por aquel hombre que yacía desangrándose en el lecho. En la puerta del cuarto, doña Mercedes Barría hacía intentos desesperados e infructuosos por entrar su voz quebradiza y desesperada eran claros indicios de su desesperación, las otras prostitutas protestaban por la interrupción violenta de su trabajo con los clientes. La Coca seguía riendo en la habitación, miró la Beretta y recordó el momento en que su padre le regalara a los 12 años aquella automática para defenderse de los bandoleros, facinerosos y los hombres pudientes que quisieran aprovecharse de ella cuando merodeaban por el camino de Coronel de Maule a Pocillas, en donde se dirigía diariamente a buscar camarones en el Barrial un extraño baldío en aquel agostamiento que se encontraba al interior de un bosquecillo de esqueléticos espinos que muy bien conocía Heriberto y que mantenía en secreto aún en sus mejores borracheras con los paisanos del Barrio Estación pues siempre creyó que aquel cieno era un obsequio de Dios, cuando en sus tantos ir y venir por los caminos en busca de tierras para plantar algo con qué alimentar a su numerosa prole, unos bandoleros lo asaltaron dejándolo por muerto en aquel atardecer arrebolado. Ensangrentado y con una sed descollante que le quemaba las tripas y el garguero, se arrastró hasta el bosquecito de espinos para buscar algo de abrigo por la noche que ya se anunciaba, entonces fue que encontró el Barrial, lo que supuso un milagro; nadie sabía del lugar ya que él tampoco jamás había escuchado siquiera que existiera. Sació su sed y limpió las heridas. Comenzó a ir con Agustina, su hija menor, porque le pareció que ella guardaría el secreto. Fue así que ella aprendió a volverse dura como su padre, a calmar el hambre con trozos de tortilla amasada por ella misma y fue allí también en donde aprendió a manejar primero la escopeta de Heriberto y más tarde la Beretta 9 milímetros que él le regalara.

Enrique entre ademanes melindrosos, fue el primero a entrar al cuarto después de destrozar la chapa y parte de la puerta, su desgarrador grito afeminado ante la dantesca escena, no lograron amedrentar a La Coca; así como se encontraba: desnuda y borracha, con la botella tomada por el gollete en su mano izquierda y la automática en la derecha, fue dejada a empellones en la calle húmeda que un farol apenas alumbraba. La Coca comenzó a reír a carcajadas desenfrenadas, descontrolada, burlona corrió en dirección al río. Enrique la siguió un pequeño trecho pero lo invadió el medio retornando al burdel. Heriberto, su padre, la encontró en el Barrial dos días después del incidente en el prostíbulo de doña Mercedes Barría en calle Balmaceda… continuaba borracha con la pistola amartillada en su mano derecha “¡¿Agustina… ¿qué hací aquí?!” zamarreó violentamente su cuerpo estirado bajo los espinos, La Coca se levantó violentamente apuntando el caño del arma directamente a la cabeza de su padre, ni pestañeó cuando puso el frío fierro sobre la frente “¡No me toques… no me toques!” le gritó con enfado con los ojos desorbitados. Heriberto sonrió bajo el sombrero de paja “estai loca… rematadamente loca!” la Coca, apretó el cañón de la pistola contra la frente de su padre “ yo no vine aquí contigo a cazar camarones, pa´ que terminarai siendo una puta”; Agustina se puso de pié encolerizada “¡yo no soy una puta!”. Se quedaron mirando por largo rato hasta que cansada de su enfado, bajó el arma “es mejor que te vayai, Agustina” dijo el padre resignado por la suerte de su hija a quien con delicadeza comenzó a limpiar de su llanto, barro y sangre “te andan buscando no pa¨meterte presa, los hijos del Villaseca ese, sino pa¨matarte… ¿por qué lo baliaste?. Agustina abrazó a su padre impetuosamente, tomó el bolso con alimentos que éste le había llevado y se fue entre los espinos sin dar razones.

Avancé por la calle con el mismo sigilo que lo hacía Camilo Trelles y sus policías. La calle Balmaceda y el prostíbulo estaban igual como yo los recordaba; el tiempo parecía haberse detenido en ese lugar entonces me pregunté ¿por qué Agustina había vuelto a este mismo sitio?. Trelles se paró frente a la casa con su mano muy cerca de su arma de servicio y le ordenó al alias de Agustina que se entregara que la morada estaba sitiada y que no tenía escapatoria. El silencio se hizo sentir, varias casas alrededor del lupanar, apagaron sus luces cuando en eso miro hacia mi derecha y vi, saltando una pequeña tapia que daba a un sitio eriazo, a una mujer, sin duda que era la indomable Coca, el brillo de su pelo se encendió al pasar junto a la escuálida luz del farol y corrió hacia el norte. Trelles se dio cuenta soltando otra orden ahora para mí “Roberto, no corra tras ella es peligroso… déjenos a nosotros”. Era tanto mi ímpetu por encontrar a Agustina que hice caso omiso de la orden y corrí sin precaución, sólo corrí tras ella aún aventurando sus reacciones de una presa acosada. Agustina a la carrera, giró sobre sus pies y disparó, hecho que de seguro habría perfeccionado en años como: ladrona, guerrillera urbana y delincuente del hampa tal como la seguí por años en los recortes de periódicos y revistas que le daban portada a esta magnífica y escurridiza alias La Coca. A pesar de los balazos tanto de Agustina como la respuesta de los detectives, seguí mi carrerón detrás de ella. Me detuve en la Calle Victoria y bajé hasta Claudina Urrutia, los gritos del inspector Trelles y sus hombres conminándome a que cesara en mi intento resultaban infructuosos “¡Ella no se acuerda de usted, Roberto!” gritaba Trelles. Me detuve un instante en Claudina Urrutia y deduje solamente en segundos, que Agustina no se fue hacia el sur al Barrio Estación, ya que allí ya nadie la esperaba. Así que continué bajando hasta que desemboqué en la Plaza Vieja: oscura, silente, la suave brisa se dejaba sentir en las hojas de los frondosos árboles añosos hasta que aquel férreo silencio se quebró por un sigiloso quejido. Caminé sin cuidado por la quebradiza hojarasca hasta que apoyada su espalda a un llagoso tronco estaba Agustina; 34 años no fueron suficientes para dejar de admirar aquella belleza fue entonces que vi el agujero sanguinolento cerca de su pecho, la bala de Trelles se le había metido por la espalda horadando una ruta para la milenaria muerte. La abracé como se abraza a alguien que no se ha abrazado en años y que está a punto de partir nuevamente me miró y dijo “Chinito, quieres saber la historia ¿verdad?” su voz entrecortada por el dolor y la proximidad del desaliento, intentó despejar mis dudas “le disparé… le disparé… al Villaseca ése, porque… un día le pasé… le pasé a vender camarones… a su… a su mansión” Sentí las pisadas de Trelles sin apuro a mis espaldas no me moví seguí atento a la muerte de Agustina “ se rió de mi Chinito… se rió de mí y me dijo que me los compraba todos si yo… si yo le aceptaba un pastel… ¡el hambre, Chinito!... jugó conmigo… se burló de mí… ¿sabes Chinito qué es perder tu inocencia?... el muy maldito… desgraciado… infeliz y todos los de su calaña”. “¡Viejo sucio!... no se dió ni cuenta quién era la puta que estaba con él!”. Decidí en ese instante no terminar con la historia de Agustina alias La Coca, con alguna fantasía. Había venido por ella para escudriñar en su pasado y en el mío entonces le pregunté por fin lo olvidado ¿Entonces por qué volviste, Agustina si podrías haber seguido huyendo y morir de vieja?. “¿Todavía no lo entiendes Chinito?, yo… yo llamé a Trelles… quería verte Chinito… sólo quería verte… y… viniste… que suerte tengo” y me sonrió.

Texto agregado el 04-05-2020, y leído por 50 visitantes. (0 votos)


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