Otoño de 1958
Pascual Quilaqueo, iba esa tarde casi ya anocheciendo, montado en su ruano que a paso cansino levantaba el trumao del senderito que separaba su chacrita, del fundo “Los Queltehues” de propiedad de los Ibarra Zegers; los hermanos Domingo y Clemente , divisaron a Pascual al pasar junto a la cerca de entrada a su propiedad. De carreras se acercaron hasta el sauce que bañaba sus ramas en la vertiente de Quebrada Honda, agazapados en un montículo de piedras y greda otearon como el mapuche detenía al ruano frente al balcón del dormitorio de su hermana Antonia; Domingo y Clemente amartillaron sus revólveres…
Otoño de 1990
Aida Quilodrán, apodada La Mami, cerró su cuaderno de poesía y se quedó mirando desde la humilde terraza de madera tosca la profunda oscuridad que rodeaba su casita en Vilches. La escasa luz del farol no avistaba animales u hombres que vinieran por el sendero que llevaba a su cabaña. Los arrayanes y robles sólo le traían en un sublime quejar de troncos y ramas por causa del suave puelche que bajaba de la montaña, sólo voces del pasado. Anduvo unos pasos por el corredor de madera cuando aquel silencio de voces humanas se hizo habla” sabía que algún día te encontraría, Aida”; La Mami apretujó como una madre que cobija a su hijo, el cuaderno de poesías contra su pecho…
Otoño de 2014
Daniel Paillalef, apoyó su espalda en el cómodo sillón de terciopelo negro de su oficina de jefe de arquitectos, con sus manos entrecruzadas tras la nuca, observó regocijado a través del gran ventanal, su última obra monumental, un edificio ostentoso que en medio de Las Rastras, miraba soberbio hacia la cordillera de los Andes y hacia la Cordillera de la Costa. Maribel entró a la oficina y le indicó que atendiera el llamado telefónico. Paillalef observó los ojos de su secretaria que mal disimulaba la presencia de un par de lágrimas…
Otoño de un tiempo indeterminado en el futuro
El Weichafe se detuvo en la cima de la montaña de la cordillera de Nahuelbuta bajo el único Pehuén que como un centinela solitario observaba el valle cubierto de pinos que despojaban esas montañas desde hacía tiempo de los bosques de sus antepasados. El Weichafe aspiró profundamente dejando que el aire limpio de la cordillera penetrara raudamente hasta sus pulmones cansados de tanto correr. Más abajo se oían los gritos en furiosos ecos de los vigilantes que lo perseguían desde Ranquil, el Weichafe se arremangó el poncho, empuñó su lanza y reanudó su carrera por la montaña.
La tarde dio unos estertores y las primeras estrellas comenzaron a cuchichear junto con los tordos y los pitíos. Domingo habló por lo bajo a Clemente que no disparara hasta que el indio bajara del ruano y traspasara el cerco, el otro asintió sacándose el sombrero de ala ancha que le molestaba para avistar mejor a Quilaqueo. Pascual, se apeó del ruano amarrándolo junto a los postes que sostenían los alambres de púas, un vientecillo acarició silenciosamente su largo pelo negro. Domingo puso lentamente su dedo índice en el gatillo del revólver disponiéndose a esperar el mejor momento para disparar, no se sentía ni nervioso ni ansioso por ello, más bien parecía el felino que espera pacientemente moviendo la cola por su presa en cambio Clemente, sudaba su juventud un adolescente que se empinaba por la adultez, no le alcanzaba aun para sentirse seguro de lo estaba a punto de realizar o por lo menos lo que su hermano mayor le había ordenado. Quilaqueo traspasó la alambrada cavilando en su tranquilidad, más allá tras el ventanal del balcón estaba Aurora, su pecho se agitaba ante la presencia del mapuche y un calorcito envolvía parte de su cuerpo joven y pulcro. Pascual no disimulaba su presencia por el amor furtivo, simplemente hizo adusto el camino que lo separaba de la casona patronal dejando sus pasos marcados en el trumao como signo de su paso por la tarde. Las estrellas le besaron los ojos y Aurora sonrió desde el recodo del balcón. La noche entonces cayó pesadamente a la tierra y los cuerpos se hicieron siluetas oscuras, la luna se asomó a saludar tímidamente en medio de un ramo de nubes grisáceas. Domingo habló por lo bajo en un susurro colérico maldiciendo la presencia del mapuche en el balcón de su hermana, Clemente lo miraba extrañado por el balbuceo de su hermano, su rostro estaba bañado en sudor al igual que su cuerpo entero. Entonces vino la orden de Domingo justo cuando Quilaqueo se disponía subir al balcón, de disparar, dos disparos sonaron secos y se fueron repitiendo por los cerros y los bosques de Forel levantando bandadas de pájaros que se disponían a descansar en la quietud de la noche, luego otros dos disparos…
Aida no respondió a la voz a sus espaldas de inmediato, se quedó mirando la profundidad del bosque apretujando aún más su cuadernillo de poesías contra su pecho. El hombre, porque era una voz de hombre que por lo espeso del tono denotaba ser corpulento, caminó pesadamente por las tablas del corredor acercándose a la mapuche como titubeando en su proceder. “La Mami”, lentamente fue girando hasta encontrarse frente a frente con aquella voz, un ardor espantoso se apoderó de su cuerpo delgado pero firme, su rostro anguloso no tenía la corpulencia manifiesta de las mujeres de su raza pero la fiereza y la dulzura se conjugaban en el modo de sus ojos morenos. El hombre por si acaso, extrajo de sus ropas la automática pero no le apuntó al cuerpo de Aida sino más bien mantuvo el cañón hacia el suelo, haciéndole una sola y procaz pregunta si él le era familiar a lo cual Aida respondió que no, con una dulzura inusitada para ese hombre. El hombre se quedó mirándola, por largo rato ninguno de los dos intentaban otro gesto u otro movimiento que no fueran los ya ejecutados hasta ese momento. El hombre corpulento y desgarbado de nariz corva y ojos chinescos, le dijo llamarse Raúl que no era un alias le aclaró y que llevaba por apellido Vicentini. El farol que apenas alumbraba el corredor ondulaba al compás del puelche quejándose en cada una de sus oscilaciones haciendo dúo con el cri cri de los grillos y el croar de los sapos que ya a esa hora era una furiosa sinfonía. Aida intentó moverse hacia el hombre sosteniendo aún su cuaderno apretujado al pecho., el hombre que dijo llamarse Raúl, la detuvo levantando la automática apuntándola directamente al vientre de ella. Aida evocó en su memoria esa automática apuntándole en otra época también al vientre, el militar era más bien un niño, en su rostro, con la claridad de la luna, dejaba en evidencia muchas erupciones, se veía inquieto con la consigna de asesinarla a como diera lugar por sus superiores, los guerrilleros se habían replegado por el río y ella quedó rezagada sin posibilidad de alcanzarlos, se detuvo ante el mozalbete…
“Aló … si soy Daniel”. Paillalef se acercó a la camilla de la morgue cubierta con una sábana azul un cuerpo esperaba ser reconocido, el funcionario del Servicio Médico Legal, quitó la sábana y en su frente aún se dejaba ver en toda su violencia, el hueco dejado por la bala que le quitó la vida. Paillalef asintió, era ella, Aida, su madre. Su pelo canoso con visos negruzcos aun en su vejez le asentía. Nadie encontraría al asesino, nadie buscaría al responsable, nadie y él lo sabía. Era mapuche, vieja y sola en un bosque de Altos de Vilches en donde nadie, supuestamente, la alcanzaba a ella y a su historia. La última vez que vio a su madre fue cuando ella le trajo avellanas hasta su oficina, hacía un año exactamente. Ya estaba anciana y en su constructora todos la conocían por su sonrisa sincera y cálida. Paillalef jamás escondió a su madre era ella quien evitaba la urbe “te irás a estudiar, Daniel, de interno a un liceo en Talca” le preguntó entonces quién lo cuidaría y ella pesadamente le respondió que Raúl se haría cargo de él. “¿Quiés es Raúl, mamá?”… ella no le respondió solamente se limitó a decirle que era un muy querido peñi. Y ahora estaba allí sin su canasta de avellanas, desnuda y pálida con ese hueco en la frente entre otros muchos cadáveres que esperaban su turno de ser reconocidos. Daniel, empuñó sus manos inclinándose y de un beso en la frente, ahí mismo en donde estaba el orificio, se despidió de su madre, Aida, la mapuche, la poetisa, la ex guerrillera. El funcionario de la morgue al salir, Daniel, le hizo entrega de un cuaderno, era el cuaderno de poesías…
A Pascual, una de las balas le mordió el hombro y la otra se fue a alojar en un costado y allí se quedó quieta como esperando que la muerte se hiciera cargo del resto. Aurora abalanzó su cuerpo grácil sobre él para protegerlo en continuos gritos de desesperación porque bien sabía de donde provenían esos disparos. Tomó a su amado, y de un solo impulso envolvió al del mapuche levantándolo del piso de madera salpicado en sangre y restos de porcelanas y vidrios esparcidos por toda la habitación. Aurora no lloraba ni sollozaba por el estado de Pascual medio desmayado, simplemente salió con él por el mismo balcón en donde entraban silbando las balas. Arrastró a Quilaqueo hasta un pequeño bosquecito de sauces y desapareció de la vista de sus hermanos. Domingo y Clemente dejaron de disparar, medio entre rabia y cansancio, el hermano mayor bajó el arma humeante aún de pólvora “morirá igual” dijo, Clemente lo miró de soslayo con su rostro bañado en sudor. Los jóvenes amantes, llegaron a lo alto del promontorio la Casa de Piedra, era un lugar propicio para descansar y curar las heridas de Quilaqueo, desde allí se oteaba el valle del río Maule y la vía férrea . Aurora tomó algunas yerbas de la plata y las remojó en la vertiente que bajaba del cerro limpiando las heridas de Pascual “mi amor” dijo desesperada “no te mueras”. “Hoy no moriré, amada mía” le respondió el mapuche “quizás otro día, pero hoy no” y posó sus labios en su frente fría con un largo beso…
Cayó la noche y el Weichafe, hizo más lenta su carrera bajo las estrellas que lo acompañaban en su larga travesía por las montañas y valles del sur. Aquellos hombres que lo perseguían desde hacía mucho, seguramente el cansancio los había vencido pues sus gritos y disparos ya no le llegaban a sus oídos; esos hombres sabrían de su inescrutable comportamiento y de su indomable destino. La noche estrellada y la luna en todo su esplendor dejaban sentir su clara presencia, era un momento propicio para dejar nuevamente su huella en la tierra de sus ancestros, en donde en un tiempo pasado los canelos, los pehuenes, las lengas, se hermanaban con el cosmos de su pueblo. El Weichafe extrajo de su bolsito tejido en telar, unas ramitas de canelo, hizo un orificio y las injertó a esa tierra ya casi sosa a causa de los pinos que plantaban las forestales. La vía láctea parecía ovacionarlo. Fue entonces que nuevamente ante aquel acto, extrajo el cuaderno de poesías de su bolsito tejido a telar, ceremoniosamente lo abrió y recitó: “¿Correr?, ¿morir?, ¿nacer nuevamente?/ aquí te espero muerte/ me encontrarás dejando el germen/ de todas las nuevas vidas”. Cerró el cuaderno y continuó su acelerada marcha…
“Debo matarte” le dijo el joven militar sin ninguna culpa solamente órdenes. El tal Raúl también le acentuó lo mismo, pero Aida no se inquietó como aquella vez a la orilla del río cuando escapaba de los soldados. Esta vez simplemente la muerte vendría con alguna razón aparente llevaría su alma hasta wallmapu dejando así de huir de todos los miedos anteriores, de los recuerdos, de sus pasado contreñido, de su estampa indómita en un tiempo evocado cada vez que su lápiz se deslizaba por aquel cuaderno de hojas amarillas. “Sé que no sabes quién soy Aida… o debo llamarte ¿Fresia?”. Fresia, ella había elegido esa chapa cuando ingresó al grupo guerrillero, tal vez el alias era evidente por su ascendencia mapuche pero, igualmente adoptó aquel nombre que sin dudas la haría actuar sin nervios frente al enemigo. “Tú nunca supiste como fue que murió el milico que te apuntaba, pues yo le disparé desde los matorrales ¿y después de eso qué hiciste? ¡escapaste, escapaste sola Aida y yo me detuve por ti mientras a nuestros compañeros los masacraban en el río!”. A Aida le sorprendió aquella revelación. “Tú no me conocías Aida yo tampoco a ti solamente detuve mi carrera cuando te vi en apuros, yo era de otro grupo y ese día me mandaron a apoyar esa acción pero llegué tarde, nunca supiste quién fue que te salvó la vida”. “ Y ahora me la vienes a quitar,,,” reflexionó Aida, “está bien, mi vida te pertenece toma elimíname porque sin tu ayuda no habría vivido todos estos años escapando”. Raúl o el hombre que dijo llamarse Raúl, dejó su adusto y frio comportamiento, se sentó sin cuidado en un sillón de mimbre jugando con la automática entre sus manos.
Daniel se dejó caer suavemente en el sillón de felpa roja y acomodó su espalda en medio de la penumbra de su departamento, dejando solamente que la plácida luz de la lámpara de piso, le bañara. Extrajo desde el maletín el cuaderno de amarillentas hojas, lo abrió al azar y allí estaban esas frases que como una oda, resumían una vida que no conocía: “¿Correr?, ¿morir?, ¿nacer nuevamente?/ aquí te espero muerte/ me encontrarás dejando el germen/ de todas las nuevas vidas”. Paillalef vivía en un suntuoso departamento del centro de Talca, tal vez un poco por su madre, tal vez otro poco por su ascendencia mapuche, tal vez por su carácter reservado y de pocas reuniones sociales, no había formado una familia. Se quedó traspuesto con el cuaderno entre las manos, observando los añosos árboles de la Alameda. El otoño sin lugar a dudas que le daba un aire tórrido a la calle, especial para los amantes, los poetas lóbregos, las poetisas eremitas, que buscan entre la humedad y la noche las palabras que refriegan el alma. La mujer abrazó a Daniel con sutileza, con la misma sutileza que tomó el cuaderno dejándolo en la mesita de centro; Paillalef no opuso resistencia a ese largo abrazo y al ardiente beso al cual le invitaba el momento…
Pascual, tomó el cuaderno y escribió en español: “¿Correr?, ¿morir?, ¿nacer nuevamente?/ aquí te espero muerte/ me encontrarás dejando el germen/ de todas las nuevas vidas”. La niña recién nacida llamada Aida, jugueteaba con sus manos en la cunita de mimbre. El mapuche puso el cuaderno dentro de un morral tejido por el mismo y lo depositó junto a su hija, más allá Aurora observaba esta acción casi religiosa de Quilaqueo, evidenciando una pequeña sonrisa por ese amor cómplice y clandestino que los había llevado por el mismo camino pero, se apagó cuando el viento les trajo en sus faldas, las voces de sus hermanos: Domingo y Clemente que desde la orilla del río Maule vociferaban todo tipo de soeces dirigidas contra Pascual. La casita de madera que habitaban hacía un año Pascual y Aurora, se remeció con los disparos desprolijos. La muchacha instintivamente tomó a la pequeña Aida y el morral que contenía el cuaderno en donde Pascual en largas noches daba rienda suelta a su poesía. El mapuche exhortó a Aurora que se fuera, que aquello ya no tenía más remedio que el enfrentamiento con sus hermanos pero que Aida y ella, debían sobrevivir, la muchacha no opuso resistencia ante aquella solicitud de su amado “mi amor, ella sabrá siempre quién fue su padre”, tomó algunas pertenencias y escapó hacia el cerro por la puerta trasera de la rancha que miraba hacia el río en “el Tablón”. Pascual Quilaqueo no poseía armas así que asegurándose que su amada Aurora y su hijita ya se habían perdido por las laderas del cerro, salió a enfrentar a los hermanos Ibarra Zegers; se plantó en la puerta de la humilde morada de madera y les gritó desde allí: “aquí estoy, pero sepan que vuestra sangre y la mía, corren unidas ahora”… tres disparos sonaron, tres disparos que fueron cientos rebotando en cada cerro de Huinganes, tres disparos que acabaron con la vida de Quilaqueo. Clemente miró a Domingo su hermano mayor, no le recriminó pero si hubo un gesto de impugnación hacia aquel acto impropio de su hermano: “haz matado hermano y con ello a nuestra hermana”. Domingo no le respondió, dio media vuelta enfundó su revólver y volvió al bote en el que habían llegado hasta allí. Conminó a su hermano a seguirlo, quedando el cadáver del mapuche en la puerta de la casita que ocupara junto a Aurora. “Los jotes se ocuparán de él” sentenció Domingo mientras remaba hacia la otra orilla, Clemente no le respondió.
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