Ya es viernes, acaba de pasar la medianoche. Noche oscura, muy negra, calurosa, donde por la tarde ha caído una lluvia rabiosa. Debiera haber mucho silencio, pero no es así; escucho el ladrar furioso de un perro en algún lugar cercano, quizás tiene hambre, vio alguien sospechoso o le están pegando. No me extrañaría que fuera esto último. Algunos dueños no respetan a sus mascotas como debieran.
También se oye rumor de voces en la calle, lo cual por la hora y el tiempo de cuarentena que vivimos, me parece extraño. Es una voz de mujer la que se percibe con mayor nitidez, como si hablara por una bocina o un altavoz.
Más perros se han unido al primero y ladran con desesperación, algo les molesta, los hace poner furiosos. ¿Qué observan, qué buscan?
Luego el silencio; ahora solo se encuentra presente el sonido que genera el silencio. Sin voces, sin ladridos. Me angustia esta situación, donde reina esplendoroso el ruido del silencio.
Pasa un tiempo; ahora hay música, sus notas se dispersan por el aire y lo invaden con un ritmo de bolero, uno muy triste, para llorar desgarradoramente, recordar los amores perdidos, cantarlo apasionadamente.
Me quedo esta noche ante el ordenador, cavilando, adormilado, sin escribir más nada. Sin saber realmente que sucede allá afuera en las calles de mi barrio. San Lucas es una colonia popular y pasan cosas, buenas y malas, más malas que buenas.
-“Tú, que vas allá arriba Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros”.
Los cuentos de “El llano en llamas” de Juan Rulfo, siempre me fascinaron.
Ya es primero de mayo.
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