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Mi primer anhelo ha sido internarme en ese pasaje angosto y memorable que hasta el presente permanece sin cambios visibles. El mismo pavimento, herido de tal laya que podría reencontrar en sus resquebrajaduras las huellas de mis pretéritos pasos. Una suerte de convulsión, algo que no podría definir con palabras, me retuerce las vísceras. Es una turbia melcocha que transita aleatoria y que podría atribuirla al miedo, al espanto quizás, mezclado con los atisbos de una felicidad pletórica que trata de evadirse para sobrevolar como un pájaro ebrio, vaya uno a tratar de definir algo que ni un catedrático podría hacer. Cualquiera de ustedes podría reconocer que en algún momento de sus vidas experimentaron esa sensación extraña, un estado de sujeción y a la vez de desapego y en esa indefinición absoluta, sólo permitieron que las alas de ese asunto irreal los elevase sobre sus fascinantes precipicios.
Camino por lo tanto con paso vacilante contemplando esos muros pintados a la cal de la entrada, aquella casa de ladrillos erosionados por su propia antigüedad, ventanas y visillos que ocultan vidas paralelas y la inmensidad del cielo asomando su rectangular y azul fulgor en esta zanja, que es el pasaje, repleta de viviendas variopintas que se bosquejan alineadas con el punto de fuga.
Camino unos cuantos pasos más al compás monocorde de mi corazón, sé que aun con los ojos cerrados me detendré en el lugar exacto, frente a la manija cobriza que refulge perpendicular a los tablones que configuran la puerta. Mis nudillos inmateriales pugnan por estrellarse en ese pórtico embebido con aceite de linaza, la panacea utilizada por mi abuelo para preservarla de los rigores del invierno. No puedo hacerlo, sin embargo, aunque mi instinto sangra y se revuelve tumultuoso dentro de mis vísceras. Las instrucciones son precisas, “no entables relación con nadie, camina como un espectro, no sonrías, no expreses ninguna emoción”. Es la cláusula que aceptaste y por eso estás acá. De todos modos, no es difícil toparse con una infinidad de individuos que posee esas características, seres de gesto imperturbable que transitan por las calles, por las plazas, por las oficinas y por casi todos los rincones del orbe. La gente se ha acostumbrado a convivir con personajes que dibujan la indolencia en sus máscaras inexpresivas.
Pero la puerta aquella, la de la manija cobriza, rechina, sonido tan familiar para mis oídos. Me espanto y aligero mis pasos para distanciarme de aquello que ansío y a la vez temo. Alguien se asoma a la puerta ¡Ay! me resisto a girar mi cabeza sin que se me quiebre algo que yace tan estructurado en mis recuerdos. Pero su voz… su voz… y esa entonación que es un eco que se escabulló desde las profundidades como un verdadero trino. Las lágrimas trazan dos finas líneas acuosas en mis mejillas y apresuro el paso. Presiento sus ojos azules posados sobre mis espaldas en esa mañana, que se deposita suave sobre los muros, ese rumor de tranvías, de pregones y pájaros dibujando su geometría de infantes sobre nuestras cabezas. Y me alejo erguido, huyendo del espanto que hace piruetas en mis vísceras y que se contradice con la placidez bucólica de aquella mañana.
Pero mis piernas frenan su impulso y me conminan a girar con lentitud, apuntando otra vez al oeste, allí donde comienza el pasaje y en donde está…ella. ¡Oh Dios! ¡No huiré!
No puedo describir esto que me embarga. Todas las emociones bullen dentro de mi pecho y a medida que me aproximo, la voy redibujando para comparar su imagen con la que poseo en mis recuerdos. A cinco pasos de ella tropiezo con el magnetismo de sus ojos. ¿Qué puedo expresarle sin que mis sentimientos y este inevitable escalofrío me delaten?
Sus ojos están sintonizados con cada uno de mis movimientos, es su curiosidad natural.
-Buenos días- la saludo.
-Buenos días- me responde y la particularidad de su voz resuena como un venero en mis oídos para quedarse repicando en multitud de ecos.
-¿Este es el pasaje Estela?- pregunto.
-Sí señor. ¿Busca a alguien en especial?
-No, no… Sólo me lo dieron como referencia y quería conocerlo.
Ella sonríe dibujándose en sus mejillas dos corazones sonrosados. O por lo menos, eso era lo que siempre se me figuró que se encendía en cada sonrisa suya.
Su respiración es acompasada, casi percibo la calidez de su aliento y la vida que se aloja en cada célula suya. Oculto mi emoción ya que es hora de partir. Le hago una reverencia y le deseo los buenos días. Ella sonríe y me los retribuye.
Dejo atrás el paisaje aquel con el corazón sobrecogido. He cumplido con este deseo recóndito, algo que se iba transformando en una sed implacable que se acrecentaba con el transcurso de los años. La vi, una vez más, casi la palpé, pero eso no me hubiese sido permitido.
Regresaré al hoy, tan diferente a la apacibilidad de este mil novecientos cincuenta y cuatro, inscrito en un verano de cielos radiantes, de cánticos que se escabullen por los tejados, un barrio poblado de personas de paso quedo, sonrientes y modestas, vecinos sempiternos de ella, mi amada abuela, viva y presente en esta época, hoy vulnerada por la curiosidad del hombre, que ha logrado viajar por las constelaciones y también por los innumerables vericuetos del tiempo. Me esfumo en un segundo. Quizás regrese, abuela mía.












Texto agregado el 01-05-2020, y leído por 163 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
03-05-2020 Cuánta ternura en un relato! Me hiciste pasar un momento delicioso y pleno, gracias!!! MujerDiosa
03-05-2020 Brillante texto. Es lo mejor que he leido en mucho tiempo. jaeltete
02-05-2020 Es un texto muy bello amigo el que has plasmado. Recorrer nuestro pasado sin modificarlo, con la impronta de conocer su devenir. maravilloso, me anoto en ese viaje. Saludos, Carlos. carlitoscap
02-05-2020 Un relato lleno de calidez y cariño, por aquellos abuelos que quizá nos amaron más que a sus hijos. Un texto que deja los sentimientos a flor de piel. Excelente, amigo. Saludos. maparo55
02-05-2020 Precioso y oportuno. Saludos. Nilope
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