Un chupapomos se pierde en ensoñaciones delante de las bandejas de pescado. Aturdido por los brillos metálicos, imagina batallas imposibles entre los atunes torpedo y los dragones rape. Y se pierde en el orden de las escamas e interroga con parsimonia, uno por uno, todos los ojos tristes de los peces muertos. Detrás un doblador de espejos mira su lista de la compra y empieza a impacientarse en la cola de la pescadería. Suelta una severa tosecilla. El chupopomos lejos de sentirse aludido, empieza a pensar en millones de burbujas azules. El doblador de espejos no aguanta más y reprende al chupapomos por su falta de consideración con los esperadores. Y le canta esa antigua canción que cantan todas las personas ocupadas y le llama irresponsable y le llama egoísta. El resto de la cola acompaña a al doblador de espejos y a coro cantan: “El tiempo es oro, el tiempo es oro. No nos robes nuestro oro”.
El chupapomos balbucea unas ambiguas palabras de perdón y sale por patas. El doblador de espejos satisfecho comenta con el resto de parroquianos: pobre chupapomos, si no es por nosotros, se le derriten todos los helados del carrito.