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Una siesta de invierno

De niño solía observar que durante el invierno mi viejo, después del almuerzo no se retiraba inmediatamente a dormir la siesta, muchas veces tomaba una naranja, un pomelo o mandarina, lo que hubiere en ese momento en la fuentecita plástica sobre la mesada improvisada o si queremos llamarla artesanal, que el mismo había fabricado con restos de cerámicas de diferentes colores y tamaños hasta que después de un tiempo pudimos tener una de mármol. Tomaba un par de esas frutas y se dirigía al patio, en silencio y muy armoniosamente sentado debajo del paraíso sombrilla, ese que trajimos del zoológico con mi vieja y mi hermana un día entre semana tras escuchar en la radio que los regalaban, de espaldas entre hojas verdes y amarillas con los rayos del sol colándose entre ellas, el se disponía a comer su postre.
Ese recuerdo me llegó hoy, 30 años después, cuando el destino me sorprende y me descubre clavando mi dedo pulgar en una mandarina y el crujido de la cáscara desplegándose de su centro y las chispitas del ácido me hicieran correr una lágrima.
Fue por ese tiempo a la edad de 10 años, que junto a un par de amigos del barrio, "Gusty, el Gordo y los tres o cuatro hermanos, Chano, Miguel, Walter uno de los más pequeños y Orlando, este último quien hace un par de años fue ultimado por otro pibe del Barrio que se puso la gorra y se le subió la "merca a la cabeza" le descargó la 9mm en la esquina de Camel, nadie esperaba ese final, inimaginable y traicionero desenlace, después de haber estado todo el día tomando birras y jugando al truco juntos como cualquier otro fin de semana.
Nuestras casas estaban todas una al lado de la otra, no existían los muros ni divisiones y el fondo de ellas unidas entre sí, muchas veces hacían de la canchita, donde rodaba la pelota que podía ser plástica de cuero o medias. Solo a una cuadra nos encontrábamos con el montecito y también estaba la casa de la "viejita", la que vivía con su hijo discapacitado y tenían una manzana para ellos solos, una casa antigua rodeada de plantas silvestres, de jardin, y muchos cítricos, pero custodiada por una barrera de pinos y casuarinas. Ese lugar era nuestro deleite, donde nos sumergiamos en la aventura y la imaginación, con la gomera colgada al cuello salíamos en busca de ese paisaje.
Son muchos los recuerdos de esa niñez algunos más claros y otros que afloran en encuentros azarosos con algunos de esos pibes, en cada vuelta al barrio, muchos de ellos ya no estan y los que si hoy son hombres . Pero en esta ocasión son las mandarinas las que me llevaron al pasado, a ese día en que notamos mucho silencio y parecía ser que no había nadie en la casa de la viejita, era muy raro que sea así, porque siempre se la veía a ella o a su hijo que al contacto con alguno de nosotros nos propinaban una estampida de insultos e improperios que ni conocíamos . Dimos un par de vueltas examinando el campo para comprobar que la zona estaba liberada hasta que estuvimos seguro de eso, fue ahí donde sin hablar ya sabíamos lo que venía a continuación. Volvimos hacia la mitad de la cuadra y en un punto nos detuvimos a observar las dos esquinas, nadie se veía, solo el silbido de los pinos sobre nuestras cabezas. Uno de nosotros pisaba el último hilo del alambre de púas mientras el resto se deslizaba hacia el otro lado quedando en posición de trinchera a esperar el momento justo para la estocada, quedamos ahí, inmóviles y en silencio sentados en la "hierba"?, no, en el barrio le decimos pasto o en el peor de los casos yuyo. Sentí el fresco del día bajo esa sombra al percatarme del movimiento de unos dedos, los pies descalzos del "simio" (Marcelo) sentado al lado de otro que no tenía calzoncillo o el agujero del pa talón estaba perfectamente alineado con lo que restaba de su ropa interior configurando una escena que a Chancho que se vivía comiendo los mocos le resultaba graciosa riéndose mientras aspiraba sus flemas, puaj.
Pasado un momento nos acercamos al objetivo principal, la planta de naranja o mandarinas, no recuerdo bien, pero estaba repleta y no tenía mucha altura demostrando ser un buen escenario para nosotros. Inmediatamente Miguel hizo la punta arrimandose cuidadosamente hacia la planta mientras el resto formabamos una fila tras su figura repartiendonos el trabajo, parecíamos una horda de langostas saqueando esa planta, solo se escuchaba el quejido de los gajos rasgandose de las frutas y algunos golpes secos contra el suelo, así entre risas y adrenalina cargamos nuestro botín y apuntamos hacia el centro de la propiedad invadida justo ahí había un durazno silvestre y debajo del mismo formamos un círculo y en el medio nuestro tesoro, las frutas amontonadas como si fuera la olla de oro de un duende. El olor a cítricos quedo adherido a mis uñas por mucho tiempo, además de robar esas frutas nuestro delito se agravaba por gula, comimos hasta casi reventar, tanto que no había vuelto a comer hasta hoy, día en que me golpean en la sien estos recuerdos.

Texto agregado el 25-04-2020, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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