- ¿Hace cuánto que el sol se ha apagado?
Las sombras no dijeron nada, se quedaron calladas mirando con sus ojos rojos. Ululaban paradas ahí, recortadas contra la oscuridad del sol naciente, aquel cielo de fuego que se encendía a cada parpadeo, cada vez más, arrebolándose, convirtiéndose en llamas de un incendio mayor que en poco tiempo dominaría toda la tierra. Alek, sentado en la silla de madera en medio del jardín lleno de pasto y rodeado de rosas, miraba a las sombras, al sol naciente, y sentía la melancolía y el frío del pecho. El incendio comenzó a dominar el cielo, lo sometió y lo volvió de un azul más claro, no de ese azul que domina las profundidades del mar, sino de ese mar azul claro que vemos, que nadamos y que bebemos aunque luego lo escupamos horrorizados por su sabor a sal. El cielo se surco de jirones de algodón blanco que se esparció por todo él, tal vez espuma del mar que reflejaba. Las sombras se esfumaron poco a poco, fulminadas por aquella luz. Y mientras se desvanecían, se reían, como locas, como dominadas por la luz. Y Alek se puso en pie, con los pies desnudos sobre el pasto y el pijama azul oscuro. Se peinó el cabello negro, se acomodó el collar de obsidiana con metal alrededor simulando un sol, respiro hondo el aire frío de la mañana y salió del jardín. Caminaba con pasos lentos y largos, pensando a cada paso qué pasaría con él, a dónde iría él. Él era igual a quien ya no estaba, a quien se fue luego de prometer la eternidad redundante y perfecta del uróboro del tiempo humano y personal.
Camino hasta que llego al pie de la montaña azul que se elevaba al cielo con regocijo y comenzó a subir el empinado camino hasta la cima nevada en la que se congelaban las promesas; subía con la esperanza de que se congelaran y un golpe de la razón los rompiera y nunca más se reconstruyeran. Pero la razón estaba amansada por el flujo apesadumbrado, incoloro, indoloro. Subió la cuesta, subió y sintió que el cielo se tocaba con los ojos, con el dolor que se siente y se expande y sale disparado por los dedos inertes que se engarrotan erectamente con el frío taladrador que no hace más que desbordar los sentidos, un calor inocente y sustituible, un calor que solo engañaba al frío por un corto tiempo. Bajo sus pies la piedra se ponía fría, dura, se le clavaba en la piel sin consideración alguna, con odio, tratando de detenerlo para que no llegará hasta arriba. Pero llego, y vio desplegado bajo sus pies el eterno vacío del mundo, la bruma que no es más que humo, el suelo que no es más que tierra, el agua que no es más que agua. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no era el día de saltar, ese día no llegaría nunca por el simple hecho de que él vivía para perpetuar aquel amor que nunca se concretó, vivía para amar aunque no fuera amado. Extendió los brazos hacía los lados y del centro de las palmas tallos de rosales con espinas crecieron y se engarzaron en espiral a sus brazos hasta llegar a los hombros, donde subieron en dos ramas por atrás del cuello para luego, en la cabeza, hacer una corona de rosas rojas con ramas llenas de espinas que lo hicieran sangrar. Y lloró, y las lágrimas que corrían por su mejilla eran estrellas que caían a sus pies y se rompían, se congelaban y dejaban de existir. Estrellas relucientes, pequeñitas, con aquella forma que hemos visto dibujada miles de veces. Se calmó, le quedo un rastro de estrellas en el lugar que las lágrimas arrasaron abriendo un surco en aquella piel morena que a veces era clara y a veces oscura. Se tocó el lugar del corazón y lo sintió palpitar. Miro el piso: estaba reluciente de pedacitos de estrella, de piedras, algunas puntiagudas. Se abrió la camisa del pijama y el pecho desnudo, delgado, moreno se afrontó al aire de la montaña. La camisa cayó y se fue con el viento, estaba totalmente expuesto, desnudo a todos, pero allá arriba no había nadie. Tomo una de estas piedras, la alejo, al nivel del pecho, cerró los ojos, apretó los dedos de ambas manos alrededor de la piedra fría de montaña y con todas las fuerzas de su dolor, de su alegría, de su enojo, de su odio, de su corazón y alma. La piedra dio un golpe y cayo de sus manos que se pusieron débiles con el dolor. La piel se rompió, los huesos se estrellaron, la sangre manaba a chorros y caía mojando su piel morena y pálida en ese momento, caía por el torso, por el pantalón pijama, por los pies, en el suelo, cubría el brillo titilante de las lágrimas rotas. Él, mientras el dolor le cegaba, metió la mano en el hoyo: aún había costillas que impedían el paso. Las tomo con fuerza, las estrujo y con toda la fuerza que antes empleó las arranco. Soltó los huesos y acto seguido metió la mano, rodeo el corazón, lo apretó con suavidad y de un tirón lo arranco. La sangre manaba por su mano a chorros, caliente, deliciosa, sabor a uva. Estiró la mano, con el corazón palpitante aún, sangrante, delicioso, y lo puso a la altura de sus ojos: el corazón se encendió en llamas, y él siguió sosteniéndole. Dentro del corazón estaba él, no Alek, él; él que se fue y lo dejo solo. Aun lo amaba, no dejaría de amarlo. Aquellas llamas que consumían su corazón ululaban su nombre… Volvió a colocarse el corazón en su lugar, aún en llamas, ardiendo dentro de su pecho. Miro el horizonte, busco y no encontró. Las rodillas temblaron, se debilitaron y cayo con ellas dobladas hacía atrás. Y las lágrimas, esta vez de sangre, resbalaron por las mejillas y lloró hasta la eternidad: el sol seguía sin brillar.
|