Las aguas tibias del río invitan a María a sumergirse en ellas para transitarlas con paso quedo, sintiendo la acariciadora suavidad del lecho en sus pies. Azahares, rosas, buganvilias, esenciales aromas que deleitan su olfato, revoloteo de perdices, de gorriones plateados y mirlos que invocan con su batir de alas un remolinillo juguetón que intranquiliza su morena cabellera. Bucólico ensueño, regalo imprevisto de la naturaleza, melodías de caracolas, arrullo de aves lejanas que se insertan en la sinfonía agreste. Se le enredan en sus cabellos los azahares de un naranjo, y el colorido trino de un canario permite que el ensueño se cubra de misticismo. Y sus piernas y su torso embebidos en el agua clara que le permite contemplar las piedrecillas de colores anidadas en el fango, gemas prodigadas por el tránsito ligero y perpetuo de los minerales que se hermanan y forman aureolas luminosas. El rostro de María es la imagen exacta de la plenitud, el arrullo, el parpar, la brisa y el ensueño, dádiva otorgada por resortes impredecibles…
-¡Mariaaa! ¡Despierta chiquilla! ¡Otra vez te orinaste en la cama, porquería!
Y a la niña, del sobresalto le nace un gemido que viene viajando desde el mismo punto en donde se hornea la desesperación. Y del gemido surge el llanto, mientras su madre desarma el lecho humedecido indicándole con ese tono áspero que también es producto de su propio desespero, que se cambie esa ropa empapada, impropia, vergonzante. Bien dice la abuela- tan sabia y tan rotunda- que la niña se mea de susto y que sólo con amor y comprensión y algún medicamento entregado por el meico, se acabará la enuresis.
Aunque tan bellos sueños invocara, dirá la niña cuando ya sea adulta.
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