El chupapomos llevaba nueve semanas y trece comités decidiendo si el uniforme idóneo sería gris marengo con abotonadura dorada o azul azafata con cremallera espiral. En estos preparativos infinitos andaba el chupapomos, cuando la guerra llegó sin avisar. Los tambores hicieron temblar las puertas de la ciudad. El Chupapomos y el doblador de espejos, por una vez, estuvieron de acuerdo. Coincidieron en la necesidad de que mientras la guerra durara, el jefe único y supremo sería el doblador de espejos.
La diligencia, la capacidad para el mando y las dotes militares del doblador de espejos pronto dieron sus frutos y, en un visto y no visto, la guerra se marchó por donde había venido. En las celebraciones se repartieron doscientas trece medallas y una cruz de hierro. El chupapomos concertó telefónicamente, y con dos semanas de antelación, una cita. Esperó una hora y veintitrés minutos en el recibidor del recién estrenado ministerio. Empezó siete crucigramas y preguntó la hora trece veces a la secretaria. Y al fin pudo dar las merecidas gracias y un aparatoso abrazo de oso al doblador de espejos. Mil gracias le dio por traer la paz y alejar la guerra con sus tambores, tan fastidiosos a la hora de dormir.
El doblador de espejos le explicó, con una paciencia y pedagogía ejemplares, que había acabado la guerra de obuses y trincheras, pero que aún quedaban muchas más guerras por librar: la guerra económica, la guerra bacteriológica, la guerra climática, la guerra electrónica, la guerra de la comunicación, la guerra psicológica, la guerra financiera, la guerra fría, la guerra de la posverdad, la guerra independentista…
El chupapomos entendió que, a grandes rasgos, guerra significaba lo mismo que “fistro”, y se fue de puntillas del despacho para no interrumpir en asuntos tan importantes. Al salir robó una revista de bricolaje con un crucigrama que había dejado a medias y volvió a preguntar, solo por el gusto de preguntar, la hora a la secretaria. |