Los dobladores de espejos aman los rituales. Siempre cierran la puerta de casa con dos vueltas y media: crik-crak-crik-crak y crik y dejan las llaves en un platillo de cristal azul con burbujas diminutas recuerdo de su viaje a Florencia. Los lunes y los jueves dan un beso a su hija en la frente o en el salón y los martes y todo agosto alborotan con mimo el pelo a su hijo pequeño o a su labrador canela, a las 10:37 siempre comen un yogur desnatado, marca Hacendado, con trocitos de kiwi dorado y a la tercera cucharada en punto llenan sus pulmones con todo el aire de la habitación y suspiran como verdaderos profesionales. Antes de acostarse rezan al dios de su infancia para ahuyentar la tristeza y el miedo o por si hubiera alguien mirando, que nunca se sabe.
Los chupadores de pomos mueren por tonterías como pegar la oreja a la vía para ver si el tren se acerca, quitarle la gorra a un policía local mal apodado “el sonrisas” o estar seguros, seguros no, segurísimos, de que el cable que hay que cortar es el rojo, y nunca es el cable rojo. Si un chupapomos se desvela a las cuatro de la mañana, hace café, mucho ruido y dos huevos fritos, luego va a la terraza ilusionado con ver amanecer, pero casi nunca lo consigue porque se queda dormido. Ningún chupapomos ha terminado jamás un crucigrama.
Los dobladores de espejos desprecian a los chupapomos por malos vecinos y por más cosas que se callan. Y si se los encuentran en la farmacia les insultan: “¡chupapomos!, ¡chupapomos!”. Y los chupapomos les sonríen agradecidos porque piensan que “chupapomos” es un título nobiliario y que los dobladores de espejos solo les intentan halagar. Y salen corriendo para esconder su sonrojo y porque no recuerdan muy bien si se dejaron la sartén en el fuego.