Al llegar al mundo parroquial concocí a un hermano de nacionalidad diferente a la mía. Y eso no fue obstáculo para socializar hasta el punto de eliminar las distancias hogareñas. ¡Es más!, aquéllo le trajo a la convivencia, un ingrediente estimulante y divertido. Y un lubricante que intervino en la facilidad con que se movió la amistad hacia planos más cercanos.
Ambos descubrimos el gusto común por la música y la afición por el sonido de la guitarra bien pulsada. También, que era mútua la frescura o el atrevimiento por, de forma poco talentosa, hacer vibrar su cordaje. Sabiendo, los dos, que ese camino era tan intrincado que limitábamos el incursionarlo, sólo en las formas no inevitables.
Pero un día por sorpresa, mi amigo me propuso comprarme mi guitarra, que andaba menos desvencijada que la suya. Y entendí su intento cómo una justa y humana necesidad de mejorar lo que se posée, sin embargo, el valor que le puso a mi instrumento, llevó mi cerebro en otra dirección. Porque había ultra dimensionado su precio. Y ése, mi guitarra tal vez núnca lo tuvo.
Entonces ví dos historias superpuestas. Y la primera me llevaba al día que atraído por las bellas ejecuciones de otro hermano de religión, enloquecí de alegría al él ofrecérmela(la lira) en venta. No podía creer que el objeto cónque él jugaba con los acordes, pudiera ser mío. Y que lo menos importante para mí, sería lo monetario. Ya que en mi mente, Yo compraría su destreza, no la caja sonora.
En cambio, ahora estaba frente al mismo trance, pero con lectura diferente. Porque el primero abonó su siembra con un ardid infalible: 'sí un día decides venderla, yo te la compro'. Y ahora, me daban por élla lo que antes dí, pero lo haría quién no estaba comprando. Porque él, el segundo, sólo quería ayudarme.
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