Nuestros gatos huelen a incienso, a sueños perdidos. Ya no son gatos, se han vuelto moscas, moscas de fruta. Los tengo en un frasquito, cada tres horas les pongo la mitad de una ciruela, de una naranja y, cada domingo, de una fresa. Aman las fresas; vuelan a su alrededor con sus pequeñas alas traslucidas, luego se posan en la frutilla (así la llaman en otros países hispanoamericanos, ¿loco no?) y se quedan largo rato ahí. Sé lo que piensas, pero estoy seguro: son nuestros gatos. Varías noches después de que te fuiste escuche a ambos maullar con desesperación. Los saque, creí que era lo que querían pero… no. Al día siguiente encontré el peluche y los huesos de ambos, pero estaban vacíos, completos, pero huecos. Las cuencas donde estaban sus ojos se encontraban vacías, en su boca ya no había lengua ni encías; sin embargo encontré las dos moscas que pronto se pegaron a mí al verme y reconocerme. Las conocí, supe que eran ellos. Les metí en casa y las metí a un frasquito. Les dije:
- Volverá, pronto, se los prometo.
Vuelve.
Atte.
yo.
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