Ayer un trajeado anciano estadounidense se ofrecía a morir de Covid-19 para que sus hijos y nietos siguieran disfrutando de su actual forma de vida. El abuelo, cual virgen doncella de pelo rubio, era el primer voluntario para derramar hasta la última gota de sangre en el altar de la economía y, así, con su ejemplar generosidad sacrificarse para intentar calmar la implacable ira del todopoderoso dios del capitalismo. Algunos optimistas quisieron ver en nuestro héroe a un burdo farsante que simplemente, por supuesto con su asistencia sanitaria bien asegurada por los millones, presionaba al gobierno para que levantara el confinamiento y que, otra vez, sus cadenas hoteleras empezaran a fabricar billetes.
La imagen del viejo avaro, aparte de tópico gastado, es poco simpática, es cierto; pero, ¿y si el venerable anciano decía la verdad? ¿Y si prefería morir a que sus hijos y nietos fueran pobres? Se abren un montón de tareas e interrogantes. Primero nos convendría reordenar los derechos inalienables del ser humano. La vida me temo ya no sería el primero, si alguna vez lo fue. La propiedad privada sin hipocresías ni tapujos pasaría sin complejos a la cabeza. De la libertad y otras menudencias mejor ni hablamos. Pero hay interrogantes mucho más atractivos: ¿cuál es la cantidad exacta de posesiones que debes tener para preferir tus bienes a tu vida?, ¿los que no poseemos grandes fortunas estamos libres de esas altruistas tentaciones de inmolación en nombre de la economía?, ¿puede un pobre con conciencia de rico ofrecer también su vida para que sus hijos y sus nietos sigan siendo pobres con conciencia de ricos? o por lo contrario ¿sacrificar tu vida en nombre de la economía es un privilegio exclusivo para los verdaderamente ricos? Esperemos que nuestro mártir ese tarde se hubiera pasado con los martinis y no hablara en serio. Porque si la moda cuaja, dios no lo quiera, en cuatro días nos quedamos sin millonarios.
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