La niña ve más allá de la oscuridad del bosque, pero sabe que es imposible. Con aquella pierna rota no alcanzaría a llegar al pueblo. El dolor la hacía llorar, y por más que gritara no se hacía escuchar. Ya dos lunas se habían comido al sol, y dos soles se habían esfumado entre nubes de sangre y cielos de malva. Los altos árboles eran sus guardianes, guardianes que custodiaban a la niña moribunda de la pierna rota.
Se acostó sobre la tierra húmeda, cubierta de hojas podridas y vio el cielo azulado, surcado de nubes blancas que se alargaban hasta perderse de vista. ¿Más allá de la vida habría nubes, cielos hermosos? Y sintió el corazón que se le rompía bajo el peso abrumador y acongojador de su verdad. No tenía más de doce años, y estaba a punto de morir, y lo sabía porque se sentía como se debió sentir su tía Vero que, hacía dos años, murió de neumonía. La pobre tía Vero se puso pálida, los cabellos se le enmarañaron y ya no se movió. Ella podía ver en sus ojos la desdicha y el fantasma de la muerte haciéndole cosquillas que a Verónica le dolían. La tía murió una noche de tormenta. Lo último que hizo fue sonreír y murmurar “Ya viene por mí”. ¿Quién venía por ella? Nunca lo supieron.
Pero ahora, en su lecho (de hojas muertas, de tierra húmeda) se dio cuenta que tal vez lo sabría. La noche avanzó y sus ojos se perdieron en el mar de oscuridad llena de personitas que brillaban. Eran personitas que iban corriendo a la sonrisa de la noche… Siempre lo pensó así. El frío se apodero de ella, y comenzó a temblar. Si pensaba en los veranos en su pueblo, o cuando la llevaban a Acapulco, el frío no hallaba por dónde meterse. Eso era algo.
Las horas pasaron y el cuerpo se le entumía, aunque dentro reinaba el mar y su calor tropical. Un sueño pesado comenzó a abrazarla, y ella se dejó llevar. ¿Qué podría pasar si se dejaba seducir por la sensación de seda? Las oleadas le entraban a la cabeza, se regaban, se volvían grandes y luego pequeñas. Cerró los ojos y se sintió en su cama pequeña, caliente, y se removió en sus sabanas. Su madre le beso la mejilla, le deseo un descanso placido y durmió.
A la mañana siguiente el pueblo entero, que llevaba dos días en su busca, la encontró con los ojos abiertos de espanto y un grito inmortalizado en su cara. Había rasgado el piso y le faltaba un ojo. Su madre se tiró a su lado, llorando, acarició su mejilla sintiendo que la vida se le acababa en ese momento. Le aparto los cabellos negros, le beso la mejilla y le dijo en voz baja “Descansa bien, mi niña” y se lanzó a los brazos de su marido que le daban el consuelo del culpable, el abrazo de Judas.
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