Ese viernes comenzó todo muy inesperadamente. Un corto mensaje en el teléfono adelantando el encuentro mensual de los amigos de siempre.
Nuestra amistad, si podemos calificarla de alguna forma, se construyó de largos años de estudio matizados por merecidos momentos de risas con regadas e irresponsables juergas. Éramos en su mayoría, estudiantes sin recursos económicos, cansados de privarnos de la diversión, consuelo exclusivo de aquellos que no tenían la posibilidad de una proyección de futuro.
En aquellos tiempos no importaba mucho lo que entrará por tu garganta si eso ayudaba a sumergirnos en la sanadora inconciencia del alcohol y arrancar de la fastidiosa tarea de ser responsables. Para nosotros siempre fue la válvula de alivio para encajar en una realidad que exigía el éxito profesional a toda costa.
Hasta el día de hoy conservamos los viejos hábitos, ahora calendarizados en un ritual de convivencia de un cerrado círculo de profesionales. Algo así como una responsable programación de la noche mensual de juerga en un ambiente protegido, cuya exigencia básica es exhibir un comportamiento irresponsable.
Y henos aquí, en una agradable noche de primavera, dando inicio a la actividad con la habitual presentación de caras nuevas.
Sten, el vikingo de tacataca, vikingo por su ascendencia danesa y de tacataca por su disminuida apariencia física, acostumbra ahora a hacerse acompañar por nuevos rostros.
Definitivamente no puede circular por barrios de clase media sin contar con un servicial guardaespaldas de turno que le sirve de traductor ante la mediación con los indígenas nativos. Estos acompañantes son tan extraños, que de seguro Sten debe tener algún criterio de elección que considera sumisión irrestricta, algo de lucha de clases y acumulación de resentimiento social.
Algo extraño ocurrió en la cabeza de Sten cuando se le juntaron las dos entradas de auto con la piscina. Experimentó un delirio de supremacía de raza. Algo inexplicable para mí hasta el día de hoy.
Su servicial acompañante extendió su mano y la puso sobre mi hombro en ademán de un saludo cercano.
-- Ernesto Salvador, pero dime Lucho.
-- Lucho por? Le pregunté buscando la relación.
-- Lucho por el pueblo. Me dijo.
Somos predecibles en las acciones, a veces en las respuestas que tenemos a preguntas recurrentes, pero por sobre todo a las reacciones que podríamos tener al uso de ciertas palabras empleadas en nuestro discurso. De seguro hablar de "propiedad privada” haría encender los ánimos de este enajenado defensor del pueblo. Aun así nunca esperé una respuesta como esa.
Hoy nuestra garganta no es el único medio para alcanzar la anhelada liberación, hoy sabemos que disponemos además del gusto también del olfato. Y que nuestro cuerpo, un poco más deteriorado, nos impone la restricción de no dejarse caer en los excesos para evitar purgar la irresponsabilidad con alguna torturadora resaca. Creo que esa es la razón por la cual, la gran mayoría de nosotros, nos hemos transformado en los expertos catadores de vino que somos. A excepción de Gonzalo. En toda agrupación existe siempre alguien que es distinto a todos.
Gonzalo a diferencia de nosotros se especializó en la cata de longanizas. Tiene la trabajada habilidad de indicar la procedencia de las longanizas, con un nivel tan sorprendente de precisión que ha llegado en algunos casos a mencionar el lugar de elaboración dentro de la ciudad de origen.
Su habilidad ha sido tan perfeccionada que es imposible no repetir el ritual de cata de longanizas en cada encuentro como si fuese el acto de varieté principal que inicia de buena manera la celebración.
Para ello, el anfitrión de turno del encuentro, se da a la tarea de conseguir buenas muestras artesanales de longaniza. Las longanizas producidas en serie no tienen identidad, aunque algunas veces hemos intentado engañar a Gonzalo colocando alguna de ellas entre las muestras, pero él con solo olerlas las aparta para depositarlas en la basura sin emitir juicio alguno. Por supuesto las longanizas le son presentadas sin ningún tipo de envase o etiqueta crudas, según Gonzalo, el aroma que toman luego de ser asadas a la parrilla disfraza los olores que le dan el sello de su identidad.
A continuación, y para revivir los regados viejos hábitos, se inicia la degustación de variadas cepas embotelladas que son presentadas con una breve discusión de sus atributos, claro está, que ahora son acompañados de buenos cortes de carne y variedad de quesos. De modo que el encuentro no parezca una grosera tomatera.
Gonzalo es el único que no se ha casado y como consecuencia de esto es el único que ha disfrutado a concho la retribución económica de haber alcanzado un título profesional. Es el único que ha viajado por todo el mundo. Es el único que puede darse el lujo de tener un Ferrari Testarossa en uno de sus estacionamientos.
A decir verdad, Gonzalo siempre buscó diferenciarse de todos. No sé, si era la natural búsqueda de sentirse especial o algo que iba mucho más allá de él mismo. Las malas lenguas rumoreaban que de chiquitito a Gonzalo se le “apagaba el piloto del calefón”. En más de alguna ocasión cruzó por mi mente esa idea. Recuerdo que una vez, intente ponerme de acuerdo con él para llegar juntos a uno de los encuentros anteriores lo llamé y le dije:
-- Aló Gonzalo compadre. Estoy a diez minutos de la estación del metro Grecia. ¿Qué te parece nos juntemos en la salida oriente y nos vamos juntos?
A lo que me respondió,
-- Ya. Te espero ahí en cuatro para que nos vayamos juntos.
Luego de una pausa, en la que sentí un escalofrío que me recorrió desde los pies a la cabeza, y que terminó transformándose en una anunciada confesión de su inclinación sexual, escuché:
-- En cuatro minutos.
Después nunca quise tocar el tema, pero siempre me quedó dando vuelta que podría haberme dicho “en cinco” para evitar que se colase a mi imaginación la grotesca imagen de Gonzalo desnudo en cuatro.
Para ser honesto siempre lo he considerado un gran amigo y nada podría cambiar el cariño que le tengo y que se ha ganado a lo largo de todos estos años.
Avanzada la noche ya estaba totalmente desorientado. La degustación de tantos mostos me habían pasado la cuenta. Me acerqué como pude al sillón donde Gonzalo dormitaba. No estaba seguro de que él me pudiese ayudar o peor aún de que pudiese comprender lo que necesitaba. Ni yo mismo estaba claro. Esto era nuevo para mí, pero ya saben: en situaciones desesperadas acciones desesperadas. Un poco aturdido me bajé el cierre del pantalón y saqué lo que me quedaba de masculinidad, no para orinar sin mojarme los pantalones como en reiteradas ocasiones. Y comencé a despertarlo.
-- Gonzalo. Le dije despacito, pero no se incorporaba. No quería que se sobresaltara al abrir sus ojos. Bueno tampoco daba para que lo dejase con algún tipo de trauma.
-- Gonzalo. Repetí su nombre subiendo un poco el volumen de la voz, hasta que comenzó lentamente a abrir sus ojos esbozando una disimulada sonrisa. Levantó su mano en ademán de tomarme del miembro, pero antes que la situación se tornara algo íntima, me apresuré a aclararla con una voz grave, más grave de lo habitual, que dejase bien en claro mis intenciones.
-- Gonzalo. Le dije: Quiero irme a mi casa, pero no recuerdo la dirección. ¿Serías tan amable de darme una olfateada e indicarme que dirección debo tomar? De verdad que te lo agradecería mucho si pudieses darme una mano con esto, es decir, con el asunto de regresar a casa.
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