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SINOPSIS. Amanda sufre lagunas mentales que no le permiten recordar el rostro de un asesino. Un asesino que está en sus sueños y que dio muerte a Douglas, su amante. Su madre, su psiquiatra y su hermanastra, tienen fundadas razones para verlo muerto. Un corrupto y cruel jefe de policía será comisionado por el alto mando militar venezolano para liquidar al asesino.
¿Quién mató a Douglas Rondón?, es una micronovela de siete capítulos y un capítulo final, que se realizará en colaboración con los lectores activos de la Página Azul para develar al asesino.

Capítulo I. En el Río Cabriales a las 06:46 a.m.


Deslizó el bulto de plástico con dificultad, entre el resbaladizo barro del barranco y el crecido monte, a mitad de la noche y debajo de la lluvia. Observaba, oculta entre las hojas, a aquel individuo cuyas ropas blancas ya se habían ensuciado de tanta sangre y de la mugre del fango.
La lluvia era abundante, sentía las gotas resbalar sobre sus senos y descender hasta su vagina, en aquel lugar tan solitario y oscuro. Húmedo, porque la lluvia era mucha. Abundante. Caía sobre su rostro como una regadera, una catarata. Y en sus ojos se anegaba un agua lacrimosa. Lloraba en abundancia frente a Laura, su psiquiatra.
—¡Dígame qué trastorno tengo, doctora! —expresó entre sollozos, cuando descubrió que se encontraba en el aclimatado consultorio de su médico.
La doctora Laura intentó sostener su mirada, afecta por secreciones lagrimales, con la de su paciente. Contenía su pesar. La esquivó, secó sus húmedos párpados con un pañuelito y respiró hondo.
—Duplicaré tu dosis de quetiapina y de clonazepam —sólo dijo, redactando una prescripción en el récipe. Necesito que vuelvas a consulta con tu madre, Amanda —agregó con una mirada fugaz.
Ella acomodó el tirante de su floreado vestido. Metió las manos entre sus piernas y habló abstraía, descomponiéndose emocionalmente.
—No puedo seguir tomando eso, doctora. Esas pastillas me dan mucho sueño… me ponen a ver cosas que no son reales… a veces siento que mi cuerpo se sale de mí… que no hago mi voluntad…
Amanda vio sus manos temblar y se las llevó al rostro, avergonzada de sí misma. Se sentía una desquiciada. Miró a su médico, aterrada, y le habló como rogándole: —Por favor… doctora, por favor, dígame qué tengo… debo saberlo.
La doctora se levantó, se acercó al filtro de agua mineral, llenó un vaso de agua y se lo ofreció a Amanda. Ella se lo bebió de un sorbo.
—Ahorita vamos a inyectarte —sentenció, tomando las manos de su paciente, antes de ésta replicar—. Amanda, no puedo darte un diagnóstico. Apenas han pasado tres semanas. Esta sólo es nuestra tercera consulta. Y necesito que tu madre te acompañe en el tratamiento.


Tres semanas atrás, Morelia escuchaba y tarareaba en la radio un éxito de una famosa cantante cubana, en alto volumen, alternando bailecitos tropicales con el batido de claras de huevos dentro de un bol, que se unían con la azúcar y la margarina en un rítmico movimiento de caderas. Adentro de la sala, oyó el murmuro de queja de doña Mercedes.
…Y seguiré, con mi canción, bailando música caliente como bailo yo. Y cuando suene una guaracha, y cuando suene un guaguancó… —cantó con su particular expresividad, incrementando el volumen de la radio hasta ahogar la voz de la doñita.
Al lado de la cocina y a un costado de la sala del apartamento, Mariela salió apresurada de su cuarto, tras largos minutos arreglando su cabello y maquillándose. Lo primerio que vio fue a la vieja Mercedes intentando levantarse con su bastón, refunfuñando cosas ininteligibles.
—Mamita… mamita, ayúdeme —gemía a Mariela.
Ignorándola, Mariela, se aproximó al espejo de la sala, que era el más grande de todo el apartamento. Acomodó su flequillo, apretó el cinto en su cabello, estiró su camisa beige y se colgó un morral en su hombro izquierdo. Antes de irse, se acercó a la cocina.
—¡Morelia! —gritó.
Morelia ladeó, bajándole volumen a la radio y mirando sonriente a su antipática hijastra adolescente.
A pesar de los ligeros surcos que se formaban en su frente y alrededor de su sonrisa, Morelia no dejaba rastro de los años de una enfermera jubilada. Su cuerpo tampoco. Su cintura era estrecha y sus caderas anchas, resultado de un tiempo bien invertido en ejercicios y salsa casino. Lo que Mariela no comprendía era por qué esa vejuca debía usar vestiditos tan cortos en la casa.
—Me voy al liceo —dijo Mariela, con su estilo monótono de hablar—. La señora Mercedes lleva rato gritando. No sé qué quiere.
—Joder, mamita. Eso es lo que ella quiere. Pero anda tranquila —respondió Morelia, con su cantarina voz y volviendo a sus quehaceres.
Mariela se marchó reprimiendo una maldición. Tenía la esperanza que Morelia le hubiera preparado un desayuno para llevar. Pero sólo lo hace cuando papá no está de guardia en el hospital. Otra vez se va al liceo hambrienta.
Al atravesar nuevamente la sala, observó a la anciana durmiéndose en su desgastada mecedora de madera. Al lado, una repisa a juego en que reposaba un portarretrato de Amanda en su graduación de bachillerato, acompañándole Morelia y la señora Mercedes. Y volvió a ver esa incómoda mirada perdida y vacía que Amanda proyecta. «Pobre malparida» —pensó para sí.
Tiró la puerta, pero Morelia seguía preparando con tranquilidad un delicioso pastel, y la vieja Mercedes le propinó una tunda de maldiciones que se escuchó en todo el apartamento.


Eran las 06:45 de la mañana, miró Douglas, en su reloj analógico de pulsera. Había supervisado los reportes de evolución de los pacientes de piso y el plan quirúrgico de la semana, por lo que se dispuso a retirarse del hospital.
Al cerrar la puerta de la oficina de su jefatura, evidenció que el doctor Velásquez, su adjunto y amigo, se aproximaba corriendo hasta él, dejando atrás a una hermosísima rubia de ojos claros, con quien conversaba.
—¡Doctor, no se vaya todavía! —exclamó su adjunto.
—¿Qué pasó, camarada? —dijo en su tono pícaro y dicharachero.
El doctor Velásquez lo abrazó por el cuello y lo condujo a un rincón solitario.
—Le cuento que nos llegó una pacientica con platica, doctorísimo —esbozó una sonrisa—. Usted sabe que estamos limitados de recursos y que nuestros quirófanos no están disponibles sino hasta dentro de un poco de meses —agregó picando un ojo. Bueno, resulta que esta paciente está urgidísima porque tiene que operarse de una vesícula…
—¿Esa mujer tan joven y hermosa? —se extrañó, señalando a la rubia.
—¡Esoooo, picarón! —vociferó Velásquez, y bromeó entre risas—: Es para tu “otra” suegra…
—Bueno, bueno… ¡ya, pues! —dijo Douglas, acalorado y en tono más serio—. Acuérdate que me voy a casar… ¿y entonces?
—Bueno, qué más va a ser… necesitamos que el Jefe de Quirófano nos autorice esta intervención —susurró, haciendo un gesto con los dedos ante la mirada gruñona de Douglas—: ¡Vamos, doctor! Hay muchos dolariños de por medio…
—Velásquez, deja de ser tan bocón —susurró también—. Hagamos algo: arregla todo. Arma la historia y el papeleo… y yo te lo autorizo. Eso sí, mi parte me la das en efectivo.
—Tranquilo, mi doctorísimo —dijo Velásquez, asumiendo posición militar firme. ¡Ese es mi jefe, el futuro director de este hospital!
Ambos se fueron con sentido al pasillo de urgencias, hacia donde esperaba sentada la hermosa rubia, y a quien el doctor Douglas descubrió unos profundos ojos azules. Debía retirarse, su futura esposa lo estaba esperando. Morelia y él harían unas compras juntos. Y le parecía extraño que deseara tanto que algo lo desviare del camino.
Velásquez se quedó atrás con la bella hija de la paciente, explicándole sobre la decisión del caso clínico en cuestión.
—Doctor… —lo llamó la rubia. Y Douglas giró sobre sus talones.


El reloj de la sala marcaba las 10:32 de la noche. Había tensión en el apartamento. Douglas nunca había llegado tan tarde de post-guardia.
—Él me escribió y me dijo que veía en camino hace hora y media... más o menos —dijo Morelia a su hijastra, quien estaba cansada de esperar, y moría de hambre.
En la mesa, ya se había enfriado el arroz con pollo y se había esfumado el olor a quemado de la torta de piña, de la cena que había preparado Morelia para Douglas.
Mariela estaba muy molesta y tenía un fuerte dolor de cabeza. Estaba hambrienta. Su madrastra había decidido no preparar almuerzo, porque, decía, que en la cena habría demasiada comida. En aquel momento maldijo a su padre y a Morelia para sí. Más que nunca.
Se levantó de la mesa. Se dirigió al refrigerador. Tomó un vaso copado de agua y luego se fue a dormir, tirando la puerta de su habitación.
Amanda se estaba durmiendo en la mesa, y se despertó con el sonido de las pulseras de su madre, que la zarandeaba con vehemencia.
—Vete para tu residencia.
Amanda, somnolienta con las pastillas de quetiapina y clonazepam que ingirió previamente, verificó la hora en su reloj. Eran las 10:43 de la noche.
—Está muy tarde —replicó.
—Tienes que irte —ordenó Morelia, inexpresiva.
Ella se levantó de la mesa, mareándose antes de atravesar la puerta. Se sostuvo del dintel, por un momento, y miró de reojo a su madre: seguía inexpresiva y con la mirada perdida en el portarretrato de su graduación.


El 2 de septiembre, en el Río Cabriales a las 06:46 a.m., cuatro niños del barrio se acercaron con tobos y botellones para aprovisionarse de agua. Antes de hacerlo, intentaron retirar una bolsa negra que parecía basura tirada, cerca de los muros de piedra junto al río.
A aquella bolsa se le arremolinaba una horda de moscas, como si contuviere un animal muerto; más bien, un caballo muerto, creyeron los niños. Al descubrir lo que verdaderamente contenía, llevaron la palma de sus manos a sus narices y bocas, se echaron hacia atrás y corrieron a la policía.
En la estancia de su despacho, el teniente Cabello releyó en su diario digital: “…fue encontrado sin signos vitales y en extrañas circunstancias, el ciudadano Douglas David Rondón, de 38 años, médico que se desempeñaba como Jefe de Quirófano del Hospital Carabobo...”.

Por Abartig Ledezma.

Notas del autor: Espero críticas, pero mucho más su participación activa en el desarrollo de esta micro-novela. En todo caso, continuará en el “Capítulo II”.

Texto agregado el 09-04-2020, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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