Mis dedos palpan el consolidado frío de las estepas de Rusia, ensoñándome crispado con las ventiscas lejanas e inimaginadas hasta ese instante. La vastedad del gigante boreal se va diluyendo al proyectarme en el germen de las flores que despaciosas pero llamadas por un mandato tutelar, aprestan ya sus multicolores acuarelas. La tibieza carnal de la primavera, verdes en policroma variedad, pájaros y luces, en el juvenil despertar, dan paso a los vapores brumosos elevándose desde el resquebrajado pavimento. Imagino el goteo del sudor descendiendo desde mi frente, calderas bullendo a toda máquina en el vientre del sol. Calor, asfixia. Y del desespero febril, mi piel recibe la tibieza de brotes y susurros y me empapo de cantos bucólicos que se esparcen por mi piel. De improviso, un brusco retorno a las estepas rusas o tal vez es la invocación antártica de pingüinos desolados y montañas de gélida albura. Icebergs recortándose de la geografía imposible del sur. Y un grito agónico surge desde mi propia desesperación y es una súplica y una reprimenda que se desliza por las habitaciones con ecos de naufragio:
-¿¿¿Quién mierda apagó el calefón???