Hay días en que el pasado reclama la respiración.
El pasado insignificante. El pasado vulgar.
El pasado que se encarna y se hace sensación.
El pasado que se nos abalanza en cada pensamiento,
y que en un delicado lamento se hace emoción.


La carcajada que sobrevivió al silencio
de un chiste no muy bien contado.
Una inesperada mirada de amor que te hizo
visible entre tantos en la multitud.


Un beso que en su deseo los labios no tocó.
Un beso en los labios que en el rostro se sintió,
como aviso temprano de la muerte de un amor.
Una preparada frase que nunca se completó.
Una conversación inútil de palabras olvidadas.


El abrigo de un cuerpo. El calor de una mano.
El abrazo que deshizo el nudo en la garganta
y despertó entre sollozos la placentera
tibieza de las lágrimas derramadas
sobre los apretados parpados mojados.


Una sensación de haber vivido algo especial,
un vago recuerdo que merodea en latidos,
tan especial que bajo nuestra piel se aloja,
agonizante, sediento de encontrar el sentido
y que de cuando en cuando los vellos eriza.


Un pasado que deambula angustiado
esperando que lo ayuden al olvido encontrar.
Un pasado que no brilla. Un pasado inconcluso.
Un pasado sin contexto que no se deja tratar.
Un pasado difuso. Un pasado que no sabe morir.