Ya van siendo muchos días y no es raro que, en un momento o en otro, el cansancio haga acto de presencia. Los medios de comunicación con su vanguardista estilo neoimpresionista tampoco ayudan precisamente. Las noticias nos llegan como cientos de pinceladas sueltas de todas las texturas y de todos los colores, y nosotros solitos con nuestro cerebro somos los responsables de componer el lienzo completo. En unas noticias se intuye, entre la bruma y los espejismos, un futuro cercano y esperanzador; en otras, nos asustan con que va a volver Tina Turner y su cúpula del trueno. Con estas pinceladas de información cada uno, según su capacidad para el optimismo y también, según te pille el cuerpo, pues nos pintamos entre ceja y ceja un arcoíris multicolor o la inexpugnable torre de Sauron.
En los momentos de bajón, a mí me funciona pensar en alguna pequeña cosa que vaya mejor desde que empezó todo esto. No me refiero a los incalculables beneficios de las grandes farmacéuticas o de las televisiones de pago. No.
Pienso, por ejemplo, en que este primer domingo de abril se abrió la veda de media montaña para la trucha y allí me las imagino a todas en su media montaña bailando y saltando ufanas sin rastro de pescadores. Me acuerdo de esos millones de narigudos que han pospuesto indefinidamente sus cirugías estéticas hasta que el gobierno aclare si va a ser obligatorio o no el uso de mascarilla. Me alegro por todos los alumnos italianos sentados en el pupitre de atrás, tan poco acostumbrados a que las injusticias les sean favorables, y que, por una vez, del cielo les ha caído el maná en forma de aprobado general.
En los momentos de bajón me pinto mis arcoíris. No me importa un carajo ni que me llamen frívolo ni que me expliquen que ya solo nos queda pintura negra.