| Si hubiera sido  anfitriona y cocinera su rumbo hubiese sido muy diferente. Esa  actividad  predatoria de vajilla, utensilios de cocina y platos de diverso tamaño,  para postre, para comer abundante. Mantelitos, suvenires, fueron  usurpaciones  metódicas, que ocupaban las alacenas y muebles de su hábitat, ya vetusto.   Quizás el pasado  de despojo, sus  ancestros, que vinieron de la Europa devastada, más concretamente sus padres, que viajaron  en barco, un mes, y que cuando llegaron al país durmieron por más de tres meses en sillas. Niñez  austera, frugal, abstinente.  Adultez  por no dejarse avasallar por la miseria,  y no dio cuenta hasta que  pudo  llegar a acumular lo bastante como para que no entrara nada  mas por doquier. La ausencia de propiedades a su nombre, y la analogía con el pasado, que no tenían absolutamente nada de nada. Añoraba los pronombres posesivos. Su casa, sus libros y su tierra, sus flores. Al ver la película “Agosto”, que trataba del advenimiento de los inmigrantes de  Europa hacia Estados Unidos de América, también delataba la necesidad de ellos de acumular riqueza, propiedades, tal vez de usurpar también debido a la falta que habían sentido en el transcurso de sus vidas.
 Por lo tanto en su casa había  seis tacitas de dudosa procedencia, que alguna vez hubiera necesitado, pero al quedar sola, ya no. Los hijos se habían  ido, los nietos, al no adaptarse a la era tecnológica consideraban a la anciana desechable, y los hombres habían huido hacia décadas. Sería  porque no toleraba   que nadie horadase sus muslos en búsqueda de  humedades que no encontrarían,  ni  pliegues frescos y lozanos donde descargar sus virilidades.
 Delirio místico fue el  acumular libros, que tuvo hasta en los roperos y mesitas de luz. Siempre los había  querido, a su lado.  Resabio de su padre que leía de forma constante y rutinaria, en un idioma foráneo. Había  heredado el atributo  de su padre por la lectura.
 Eso también lo atiborró. Había algunos francamente con hojas amarillas, que se quebraban al tocarlas.
 Un día encendió la cocina, y mientras se paseaba con un  fósforo, los libros se le vinieron encima y no se pudo evitar la catástrofe. Todo quedo humeando como en Fahrenheit 451. Y solo dejaron que  el fuego se consumiese, ya que los cadáveres muertos por el coronavirus yacían por doquier en las calles de la ciudad.
 
 
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