El único propósito que todavía cumplo desde que empezó el encierro es el de caminar diez mil pasos todos los días. Me he diseñado un pequeño circuito por casa de apenas cincuenta pasos y lo recorro una y otra vez como un burro en una noria. Conozco cada nuevo brote de las macetas de la terraza, cada flor y hasta cada pulgón. A mis hijos les cuento que camino para dar los pasos, a mí mismo me digo que camino para cumplir mi objetivo de pasos. Y miro mi pulsera cada poco y cuento los pasos que me faltan.
Mis vecinas, sin embargo, desconfían. Me miran raro cuando entro y salgo a la terraza a toda prisa cada dieciocho segundos exactamente. Mi actitud de diapasón humano solo la pueden achacar a que padezco el síndrome del tigre enjaulado o a que estoy más tonto que un botijo. En eso hay opiniones. Pero ellas que van a saber, si apenas me conocen. Además desde sus balcones no pueden distinguir mi pulsera de actividad que, pensándolo bien, es la única y frágil prueba de que no estoy totalmente gilipollas.