Me atengo a las enseñanzas de la filosofía budista desde hace más de treinta años. Tengo ahora ochenta y ocho y gracias a la práctica diaria de la meditación y a la convicción de que se trata de una forma de vida saludable, he adquirido una gran serenidad.
No tengo guru, ni tengo amistades que compartan mi modo de vivir y como no le hago mal a nadie con mis creencias, todos me dejan en paz. Desde hace unos años comencé a eliminar de mi vida los contactos con personas negativas y con otras con las cuales tenía poco en común. Me asiste una muchacha sudamericana y mis hijos, nietos y bisnietos viven cerca de mi casa. Los viernes acostumbraba cenar junto con mi familia y ése era mi único contacto social.
Cierto día de hace casi dos meses, me entero de la invasión de un virus implacable que se cierne en China y que con la velocidad de un relámpago se expande por el mundo. Este virus ataca a todos, sin distinción de razas o credos y se ensaña con violencia contra las personas mayores.
Mis hijos se alarman y aún conociendo mi forma de vivir, con casi ningún contacto exterior, me informan que hasta las visitas semanales de la familia, se suspenderán para evitar el contagio. Desde entonces no veo a nadie más que a la ecuatorianita, a mi perro y cada tanto a mi hijo, que, selladas boca y nariz con el barbijo, me deja una bolsa con las compras en la puerta de casa. excambiamos unas palabras a dos metros de distancia, como quieren las nuevas disposiciones y nos damos besos virtuales.
Yo que ya estaba acostumbrada a vivir sola no sufrí por estas nuevas reglas. Disfruto del gran silencio, ya que los autos dejaron de pasar por mi calle y en pocos días ese silencio me envolvió como un manto protector y me agudizó los sentidos. El canto de los pájaros que casi no escuchaba antes, se convirtió en la atracción principal del jardín. Reconocí el gorjear de los jilgueros, el graznar de los cuervos, el tubar de las palomas y los chillidos de las cotorras que llegan todas las tardes a las cinco en punto, en una algarabía verde.Al mismo tiempo que los pájaros llenaron el aire con trinos a pleno plumón, los perros enmudecieron. No se escuchan ladridos ni a la hora del crepúsculo en la cual, por lo general, se celebraba la cotidiana asamblea canina del vecindario.
Mi creatividad que se había jubilado con la edad volvió con el júbilo de los pájaros y me deja cada día un regalo que tengo el gusto de compartir:
LAVA CANDENTE
Trepando por el muro
de una ciudad de Oriente,
te esparciste en la tierra
como lava candente.
La respuesta del hombre
no llega a contenerte,
vas sembrando el espanto
en ráfagas de muerte.
Conseguiste en zarpazos
de fiera enfurecida,
cancelar las fronteras
de Europa estremecida.
¿Qué armas tiene el hombre
para salvar la vida?
En estos momentos de aislamiento navego por internet más de lo acostumbrado y en uno de mis viajes aprodé en un mito griego que habla de una raza especial: los Hiperbóreos, una: raza sagrada del norte de Grecia cuyos componentes no envejecían, eran eternos y estaban libres de enfermedades trabajos y guerras.
Creo que hoy en día todos quisiéramos pertenecer a esta raza.
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