Hoy fui a la iglesia, con el objeto
de bendecir un escapulario;
La verdad nunca creí en el sermón
del cura ni la bondad sumisa
de los acólitos; mientras la gente
sobre los bancos de madera gruesa,
le rezan y le piden a (Jesús) que
interceda ante Dios,
como el niño lo pide a Dios ante papa Noel.
Solo que la disposición de los adultos
creyentes es más angustiante
y desesperada. Hay quienes ruegan
perdón o quienes preguntan, que
deben hacer; con la sonrisa robada
por los días.
Yo en cambio suelo preguntar, con el
solemne cinismo del abogado
que defiende a su acusado, aun
sabiendo que este es culpable,
¿Cuál es mi propósito?
es una evocación, de querer saber,
que obedece a un temor de razones
espiritualmente tangibles.
Entro a ese templo cuyo nombre
“casa de Dios” le ha sido dado:
Si supieran de que están manchadas,
cada roca con que se erigió esa
estructura; me pregunto, cómo
la llamaría el altísimo.
Me persigno al paso y justo ante mí,
esta una mujer voluptuosa, cabello rubio;
Su piel lucía un vestido ceñido, color
arcoíris, cuyo ruedo quedaba como a
ocho dedos sobre la rodilla, sentada,
y de pie, quizá menos; en este caso
estaba sentada.
Aquel vestido era lo suficientemente
transparente, como para distinguir
sin dificultad, sus glúteos blancos,
en interiores tres cuartos, que le
quedaban muy bien, por cierto.
Una vez persignado, me senté tres
bancos delante de la mujer, y la gente
seguía llegando, a la espera del padre,
“de carne y hueso” que seguramente
se preparaba como debe de ser para
la ocasión, de fondo se escuchaba el
eco de una melodía, canción, no sé,
nunca he podido definir este tipo de
sonidos, pero me gusta.
Cinco minutos después apareció el padre,
que empezó diciendo:
“venid todos aquí, sabiéndonos
pecadores ante el señor, de pensamiento,
palabra, obra y omisión” “por mi culpa,
por mi culpa, por mi gran culpa”.
Me pregunto si lo dirá porque cree en
ello o por compromiso personal,
o bien por otra razón que prefiero no
mencionar para no herir susceptibilidades.
Después apareció un acolito vestido de
monje, siempre quise vestir así, me ha
generado, sin que esto afecte mi concepto
sobre los acólitos, más respeto y armonía,
que la misma presencia del padre; pero
usarlo ahora implicaría una estupidez:
Primero porque mi espiritualidad no
contrastaría con lo que significa esta ropa,
y segundo porque no podría quitármelo
jamás, y no quiero abandonar
lo que soy y lo que tengo en este
momento de mi vida.
Tenía pues aquel, una copa dorada
en sus manos se acercó lentamente
al sacerdote o padre, para mí es lo mismo,
quien a su vez se giró dando unos cuantos
pasos hacia adelante y lavo sus manos
en la copa, esto me recuerda algo,
por un momento pensé que era un Deja vu
lo que es ya de por sí, un despropósito
presuntuoso, lo admito.
Luego seco sus manos con algo blanco
que parecía una toalla, pero más pequeña
que colgaba del hombro izquierdo del acolito;
las seco sin esa cadencia
que requiere un momento como ese,
más bien cuando acaba de salir uno
del baño, con premura,
le hizo una venía a su ayudante y
este al retirarse, hizo lo mismo.
Así pues empezó el cura a predicar la
palabra de Dios, esa institución sociológica
y religiosa plasmada en un libro blanco,
ancestral o milenario, para mí es igual;
que cuidan con recelo: la palabra no se
degrada con los años, más bien la degradan
como una justificación irrisoria, del tiempo.
El tipo vestía su sotana blanca y límpida,
usaba gafas, tenía voz grave; en su muñeca
izquierda prendaba un reloj, de marca,
a juzgar por el modelo; calzaba sandalias
de cuero negro y pantalón gris.
En ese momento paso por mi lado una
monja, que ya me había topado en la calle
en ocasiones anteriores; con un paso
como de muñeca de cuerda o como si
su prisa constante se debiera a un
mandato espiritual.
Llevaba la mochila de siempre
de colores negro y gris, colgando como
es ya costumbre, de su lado izquierdo;
su sotana blanca llegaba a los tobillos y un
velo café cubría su cabello,
medias blancas y sin resortes así que
técnicamente, por fuerza, eran
tobilleras, sus zapatos negros más que
zapatos parecían zapatillas de bailarina,
mandadas a hacer por un buen zapatero,
prueba de ello era lo viejas
que se veían y aun así, estaban en
buen estado.
Su tez era blanca, de estatura
baja y ojos verdes; su presencia siempre
me genera una paz innovadora,
como si uno se inventara al verla,
pareciera que mirara a la nada y a nadie,
caminando con una sonrisa inherente
a su fisonomía y que, pese a su edad,
se desplaza con más vitalidad que cualquiera
de nosotros, provista de un silencio que
no oculta nada, por eso en mi afán
por escucharle, opte porque le echara
una bendición al escapulario;
pero por alguna razón que no me logro
explicar, mi cuerpo no se levantó del banco
mientras observaba como ella se alejaba
y el padre terminaba diciendo:
“señor, no tengas en cuenta nuestros
pecados, sino la fe de la iglesia” lo que para mi
no tiene sentido, a menos que la palabra
en ese libro haya sido cambiada, es decir,
degradada. En mi opinión, solo alguien
que querría salvarse desesperadamente
usaría y/o escribiría tales palabras;
considero que su connotación es mucho
más simple de lo que parece.
Me levanté del banco muy rápido, me
dirigí hacia el cura, pero antes de decir algo,
una mujer de edad y triste, alzo un porrón
de agua; el tipo de sotana poso su mano
derecha sobre este, cerró los ojos y sus
labios se movieron sin pronunciar palabra,
luego se cruzó otra mujer, más compuesta
ella, pero en realidad no escuche lo que
dijo y el tipo la invito a seguir con un gesto amable.
Me acerque y dije “padre, ¿tendría usted
la bondad de bendecir este escapulario?”
Lo puse sobre la palma de mi mano izquierda,
e hizo el, lo mismo que con el porrón
de agua, lo analicé unos segundos,
esperando sentir algo especial, pero en
cambio, me sentí un poco incomodo
así que baje la mirada; cuando el termino
su oración o lo que sea que haya hecho,
le dije: “que tenga usted un buen día” y
él respondió “gracias” con una sonrisa.
Cruce por la mitad de la iglesia hasta la
salida, la monja estaba a unos metros
ante mí, escuche su voz por unos momentos,
pero no fue a mí a quien hablo,
infortunadamente.
Saco de su mochila roída, un celular,
la miré y sonreí, y mientras escribía esto
pensé: “nada es perfecto” lo que va contra
todo lo que soy y lo que creo, lo confieso,
porque para mí, hay perfección para bien
o para mal en todas las cosas,
que es lo mismo que decir “todo sucede
por alguna razón” lo que me lleva
a pensar nuevamente, con cierta emoción,
es verdad: “ahora, con que pretexto,
¿Qué razón podrá rondarnos?
si el escapulario, ha sido ya, bendecido”.
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