Los medios difunden recomendaciones que de tanto escucharlas ya se nos dibujaron en la piel. Surgen paralelos los informes alarmantes, palabras calmas que equivalen a las mullidas alfombras bajo las cuales se oculta una capa gris de sucesos inenarrables. Una pregunta late en las comisuras de la boca: -¿Cuándo? Y elevo la vista al amplio cielo en donde ojalá no revoloteen los perfiles sombríos de las aves carroñeras. Y la pregunta acaba persiguiéndome con afán pernicioso mientras evito hasta el roce de una mosca traviesa. Está allí, a cierta distancia, acaso cruzó rozándome el miedo, amparado en su invisibilidad, jinete infinitesimal que cabalga en la imaginería apocalíptica. Pienso –si este flagelo que nos asedia no nos hace suyos, será otra cosa, el corazón, que bombea quedo, rezagado entre sus pulsiones, acaso las piernas, hastiadas por este inmovilismo radical, o mis manos, ya expertas en el arte de eludir hasta el principio mismo de su ejercicio que es el palpar, entregar, abrazar. Y esta boca mía, vacía de palabras, ajena al beso y la sonrisa, tragándose las dudas y los ecos de los ecos, pasos lejanos, espectros de sonidos que se alargan y se escapan en la infinitud manifiesta de las horas. Y ese ¿cuándo? que equivale a buscar mis propios dioses entre la maraña agreste de las dudas. Ni las insípidas nubes dibujan un bosquejo de respuesta en sus pletóricas alturas, ni siquiera una suave llovizna que me brinde el atisbo, el presentimiento, acaso la vestimenta traslúcida de una esperanza.
Y la vida prosigue calma, la que precede a la propia tormenta. Y el deseo que se ilumina tras los vapores del café, misterioso brebaje que tempera el ánimo en contubernio con la tostada en la que se deshace la mantequilla, placentero instante para que se aturda el miedo y surja un ilusorio armisticio, tan idéntico en su contextura a esas huidizas burbujas del café.
|