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Rosa Villegas, Rosita, como la llaman sus amigas, a sus 33 años de edad, es madre de una hija y futura Mamá de otra. Ella está convencida de que su programa dominical es la manera más fácil de hacer crecer su familia.

La primera, Claudia Marcela Villegas, de 13 años de edad, nació como producto de una tarde de salsa, merengue y vallenato en la famosa rumba a la plancha que es como se le conoce a las fiestas de las empleadas domésticas.

La segunda, cuyo nombre no ha sido decidido, nacerá en abril, también como producto de una tarde de pachanga.

Esta mujer, de piel morena, ojos miel, pelo castaño y mirada profunda, nunca se imaginó que lo más importante de su vida se fraguaría en una pista de baile.

Oriunda de Calarcá, Quindió, departamento ubicado en la zona cafetera de Colombia, Rosa recuerda que desde niña sintió una gran inclinación por el baile. Don Gerardo Villegas, su padre, nunca estuvo de acuerdo con el comportamiento de ella, ya que, según él, no era digno de una señorita.

Los sábados a las siete de la noche sale del trabajo, fatigada tras una larga semana de trapero, escoba y cocina. Va a su casa y descansa. A la mañana siguiente se levanta, organiza un listado de diligencias personales. Hace la comida y a las doce del día, cambia el hedor a cebolla por la fragancia del pachulí.

El domingo a las dos de la tarde se dirige a la calle 68 con Avenida Boyaca, donde se reúnen todas las mujeres de su gremio para una tarde de rumba.

Como a las dos y diez de la tarde una gran multitud se encuentra haciendo fila en la acera. Más o menos son 40 personas, todas con sus mejores pintas. Parece como si quisieran imitar a sus patronas mostrando sus atributos pues usan descaderados y blusas cortas, sin importar los gordos de sobra en sus cuerpos.

En la puerta, dos hombres vestidos de manera informal; - bluyín, camisa y chaqueta- son los encargados de controlar la entrada y recibir el pago que es de dos mil pesos, una leve requisa y para adentro.

El sitio es grande. Al principio, un corredor que llega a la barra. La pista de baile está ubicada en la mitad, y alrededor de ella, las mesas. Estas se encuentran en dos niveles. Las del primero son las que están más cerca de la pista y las del segundo rodean el perímetro de la discoteca.

Entran, se sientan mujeres con mujeres, piden una cerveza y esperan a que aumente el voltaje. Los hombres, en un principio, están en la barra aguardando el momento propicio para sacar a su pareja.

De repente un grupo de muchachos sin pronunciar palabra alguna, se dirige donde están las chicas para invitarlas a bailar. Una salsa es un buen comienzo.

Las mesas que antes estaban llenas de mujeres, ahora son mixtas, y el ambiente se ha vuelto más propicio para que cualquier cosa pase. El trago, en este caso la cerveza, empieza a hacer su efecto y los romances dentro del lugar para las domésticas empieza a florecer.

De esta manera recuerda Rosa, nació su primera hija, producto del baile, la soledad y del único instante en la semana en el que puede surgir un romance.

Y es que en realidad la vida de las empleadas del servicio es diferente a la del resto de la gente. Son esclavas de la cocina y del aseo. Además también del tiempo, pues lo que las personas realizan en una semana, ellas lo tienen que simplificar en un día. El domingo.

Como Rosa existen muchas mujeres en Bogotá. Es de ese afán y de esa vida atropellada de donde se desprenden tantas historias, algunas buenas otras no tanto. El resto de los días estas mujeres tan iguales a todo el mundo, viven una realidad ajena, un universo en el que no tienen tiempo para ellas, ni la libertad de escoger a su gusto que hacer.

Ya son las cuatro de la tarde y el ambiente no podía estar mejor. Cada hombre con una mujer bailando, gritando y tomando. De pronto del techo caen unas bombas, como si fuera la fiesta de cumpleaños de un niño. A lo mejor es para producir esta sensación. Pues algunas de ellas, a esa edad ya eran empleadas, y otras no tuvieron los medios para celebrar de esta manera, o quizás con quien festejar porqué de pronto sus madres también eran domésticas.

A las cinco y treinta de la tarde el lugar lentamente se empieza a vaciar. Las muchachas cogidas de la mano con sus nuevos amores que a estas alturas ya se encuentran un poco borrachos, salen lentamente del recinto. El rumbo, puede ser cualquiera, siempre y cuando no se pasen de la hora en la que deben volver a cumplir con sus obligaciones.

Exactamente igual era la vida de Rosita, quien anhelaba la llegada del día domingo para irse de pachanga, y encontrar el amor. Amor que en una ocasión dejó a Claudia Marcela, y en la otra una niña que muy pronto nacerá.

Texto agregado el 01-10-2004, y leído por 165 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-10-2004 natural, fresco.... sincero!!! cosa
 
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