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Había tortas por acceder a aquel puesto, privilegiado, de observación; y hasta tal punto que apremiábamos la comida para salir pitando cuanto antes a aposentar nuestros reales sobre aquel escalón de nuestras infancias veraniegas. En invierno como que no. Se estaba mejor dentro. Aún recuerdo a la abuela durante las vacaciones de navidad inquirir sobre la cuestión.
- Qué, no apetece hoy escalón- inquiría irónicamente.
El resto del tiempo lo pasábamos en la escuela o en el campo con aquellas manitas heladas, ordeñando la aceituna de las olivas.
Pero luego llegaban las vacaciones y nos esperaba el escalón de la Eulalia. La mujer se había acostumbrado a tener que saltar sobre nosotros si quería acceder a la calle desde su casa. Había perdido toda esperanza de que le hiciéramos caso. Y ello a pesar de que técnicamente aquel escalón era suyo, no comunal del ayuntamiento. Estaba en su propiedad, pero no quería enfrentarse al poderoso gremio de la chiquillería de aquella calle. Por los veranos venía una sobrina suya que también nos lo disputaba. Y era que desde aquel lugar se divisaba la mejor panorámica del resto de la calle. Como si estuviéramos en el teatro, comentábamos todos los lances que acertaban a ocurrir delante de nuestra retina.
Un verano- hablo de los tiempos de "Cuéntame": una serie costumbrista de la tele española que arrancaba en los setenta( digo para los extraños a esta tierra)-, se instaló un señor que nadie conocía. Lo primero que pensábamos era que lo había contratado la señora Eulalia para que desistiéramos de aquellas acostumbradas sentadillas.
Pero no; se había echado novio la señá- como le decíamos. Se colocaba sobre la cabeza un pañolón que anudaba en sus cuatro extremos y con una camiseta de sport- como llamábamos a las de tirantes veraniegas-, empezaba a sudar como un toro de lidia, al tiempo que nos contaba unas historias de vario contenido que yo creo que salían de su boca al mismo tiempo que las inventaba. Todavía sigue allí. Algo más deteriorado.
La calle se ha hecho otra, pero su institución fundamental: el escalón de la señá Eulalia, persiste, como símbolo de lo perenne. Algunas veces al venir del trabajo me desvío unas cuadras por echarle un vistazo; y me vienen a la memoria aquellas tardes eternas de críticos teatrales de todo lo que por allí ambulaba. También me gusta ver la luz que se proyecta desde el interior de la casa. Símbolo de que, en lo sustancial, todo sigue de alguna manera.
Ya no espanta niños la señora Eulalia. El teatro ha dejado paso a las videoconsolas; pero mientras sigan la señá Eulalia y el señor Ramón- que así se llamaba aquel truculento rapsoda-, mi mundo seguirá siendo aquel, todavía el mismo de nuestra infancia.

Texto agregado el 28-03-2020, y leído por 79 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-03-2020 Hermoso y nostálgico texto. Los recuerdos de la niñez ahí están, indelebles, el tiempo no ha hecho mella en ellos ni lo hará. Saludos. maparo55
28-03-2020 —¿Por qué será que mientras los recuerdos no los arrumbamos en un rincón de la memoria, los paisajes de la niñez siguen siendo igual que antes, aunque cambien de forma y color? —Un abrazo. vicenterreramarquez
 
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