Acaban de despertarme nuevamente. Son las tres de la mañana.
Se gritan, hablan exasperados sin escucharse.
Los veo desde unos metros más arriba, con mi cara entre los barrotes de la baranda del pasillo de la planta alta en donde están los dormitorios.
Ella llora ahora. Él está en silencio.
Podría intentar dormir, pero estoy inquieto.
Se escucha ahora un intento de diálogo.
Comienzan a elevar la voz, pero más tarde se calman.
Silencio.
Él le hecha en cara las cosas que hace por ella. Ella responde con un listado interminable de sacrificios que ha realizado por él.
Se gritan al mismo tiempo.
Siento miedo. Mucha angustia.
Me tienta la idea de intervenir.
A pesar de mí estado, no lloro. Nunca lo hago. Hay quienes dicen que esa cualidad no está en mi naturaleza.
Ella tira un florero al piso, y él de bronca patea una puerta.
No saben que los observo. Seguramente se han olvidado de mí.
Pasa más de una hora y él regresa del patio trasero. Tiene una mirada distinta. Como con otra energía.
Entra a la cocina y le pide perdón. Le dice que la ama y que lo demás no importa.
Ella torpemente desaprovecha la oportunidad y le recrimina algo más.
Él no pierde la calma y le contesta que puede ser, pero que la ama.
Ella llora de emoción y lo abraza muy fuerte.
Siento como si me regresara el alma al cuerpo. Como si volviera a nacer.
Minutos después salen de la cocina abrazados y riendo.
Ella de pronto me recuerda, y sube a buscarme.
Bajo en sus brazos por la escalera.
Él me toma dulcemente y apoya su rostro junto al mío.
Ella vuelve a alzarme y me abraza. Ambos me acarician.
Se siente de maravillas.
Ronroneo.
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Marcelo Arrizabalaga.
Buenos Aires, 27/3/2020.