Y pensar que había venido a ser artista. Artista de cine. Ya veía mi nombre en los afiches de la Gran Vía. Pero, o no era lo suficientemente mona, o no daba la talla interpretativa. El caso es que perdí el interés, diciéndome- con ello me conformaba-, que lo podría ser a través de alguna hija mía. Me matriculé en Enfermería y me olvidé del glamour que había venido buscando, trocado por otro más doméstico y monótono, pero más cercano a lo corriente, a lo general, uniforme y aburrido de la mayoría de las vidas.
El caso es que empecé a trabajar en un Hospital olvidando definitivamente el asunto de lo ficticio y su representación. No quiero decir que no haya algo de representación en Enfermería, como, por demás, en el resto de las profesiones y las vidas. Sin embargo, desde hace unos días, aquélla está alcanzando cotas fronterizas, muy cercanas a la escena. En román paladino: siento que la ficción me viene persiguiendo, como reclamándome ante un abandono intempestivo. Desde hace unos pocos días me parece estar viviendo, no una película, sino dentro de una.
Todo ha alcanzado tesitura de escena. Escena trágica, como una especie de ópera. Desde los aplausos, hasta las caceroladas, con las calles por primera vez en siglos vacías. Estamos viviendo una tragedia real con un enemigo al que no podemos hincar ninguna lanza. Es como si dios se hubiera puesto en nuestra contra de una manera repentina.
Cuando llego agotada a casa me espera mi marido, que me hace, tratando de quitar un poco de hierro al asunto, recibimiento de diva.
Ya me imagino a una prima dona del futuro representando esta obra. Lo que no me figuro es la máscara con que van a personalizar al antagonista.