Nos citábamos clandestinamente por métodos adivinatorios. Hasta entonces no habíamos dado pie con bola, de tres o cuatro intentos. En la última que tuvimos, no debió haber malentendidos. A la hora acordada- ya digo, mediante tales medios- estaba en el lugar concertado. Aparqué mi coche a unos quince metros, y me encaminé en el resto del trayecto. Era su mercedes negro, inequívocamente. El pueblo no da para muchos coches como aquel, de lujo. De hecho era el único que circulaba de ese modelo.
Me felicitaba por mi perspicacia, mientras me encaminaba al sitio- ya digo. E iba a abrir la puerta cuando me di cuenta de que a quien alojaba aquel vehículo no era a ella, sino- acompañado por una muchacha de largos y negros cabellos- a su hermano. Y viene el asunto a ilustrar sobre la dificultad de tales métodos.
Por lo demás, hacía una buena noche y una lechuza ponía la banda sonora del paraje. El viento soplaba tenue. Aquel ulular le daba al paraje un espíritu romántico. A lo lejos se veía el desfilar- como un ballet- de los coches por la autovía. Cuando empecé a sentir frío, me regresé al auto. La pareja ni se había dado cuenta de mi extemporánea presencia.
Al final uno acaba pensando que aquel sutil gesto era para otro. Arranqué, diciéndome a mí mismo que desde entonces habíamos roto.