A las 5:10 a.m. el despertador me sacó del profundo sueño en que me encontraba. Lo apagué. Siempre lo pongo diez minutos antes de la hora en que debo levantarme, y cuando sonó de nuevo, me hallaba otra vez dormido. Me levanté, mientras recuperaba los recuerdos de la realidad en que me encontraba, y de la que el sueño me logra hacer escapar temporalmente: en mi país, el virus que finalmente había llegado, había contagiado ya a nueve personas, dos de ellas en mi ciudad. Bajé a la cocina, tomé agua, como de costumbre; me comí la cantidad precisa de uchuvas que tapan el fondo de una tacita de plástico de donde tengo la medida. Hice el café para mi esposa y para mí. No tuve que hacer el desayuno aún, pues mis dos hijos no tenían clase, como parte de las medidas preventivas que empezaban a tomar los colegios para no esparcir el virus. Yo era el único que debía salir. Me lavé los dientes, me bañé, me vestí y bajé a hacer mi desayuno. El de los demás no, porque se hubiera enfriado para ellos. Mientras me tomaba el café pensé que debía tomar decisiones de fondo. Sí, renunciaría al trabajo.
Me lavé los dientes de nuevo, le di un beso a mi esposa, que ya empezaba a despertarse, abrí el garaje, prendí el carro y me dirigí al trabajo. Por el camino seguía pensando en el virus: parecía increíble que algo así estuviera pasando en todo el mundo. Esperaba que en la empresa nos anunciaran medidas más drásticas para contrarrestarlo, aún estábamos a tiempo de detenerlo, de no dejarlo seguir expandiéndose, pero había que tomar medidas concretas: tal vez enviarnos a vacaciones por adelantado, tal vez trabajar desde la casa, tal vez incitar a pedir licencias no remuneradas. Pensaba que aún podíamos hacer más por intentar detenerlo, y lo que empezaba a funcionar en otros países, era llevar una cuarentena estricta: no salir de la casa, o sólo para lo indispensable.
Mientras subía a la oficina por el ascensor, pensaba que si la empresa, que venía presentando dificultades financieras desde hace unos meses, no tomaba las medidas que esperaba yo que tomara, renunciaría. Si, estaba decidido, era algo que sí dependía de mí. Claro que necesitaba el trabajo, y no sería fácil conseguir otro en esta situación, pero se trataba de vidas humanas que se perderían si no actuábamos en colectivo, si no se tomaban decisiones más definitivas. Pero no fue necesario. Al prender el computador y revisar los correos, apareció el que buscaba: la empresa nos solicitaba trabajar desde la casa el tiempo que fuera preciso hasta que la propagación del virus estuviera controlada. Había instrucciones muy precisas. Así que celebramos la decisión con mis compañeros de oficina que iban llegando, de lejos, claro está: hacía días que veníamos practicando el distanciamiento social como medida de prevención para el contagio. Guardé en el morral todo lo que necesitaba para trasladar mi lugar de trabajo a la casa, le escribí un mensaje a mi esposa, y me regresé.
Después de guardar el carro y seguir el protocolo de entrada segura a la casa, que incluía quitarme los zapatos, desinfectarlos con una solución de límpido en agua, hacer lo mismo con el morral, bajar por las escaleras del garaje al patio, quitarme la ropa, echarla en la cesta de la ropa sucia, bañarme en el baño de servicio, que aunque no se usara muy seguido (pues no teníamos forma de pagar personal de servicio), era el que yo estaba usando antes de entrar al resto de la casa por la cocina, de forma segura, al estar muy probablemente ya libre del virus. Me había puesto la muda de ropa para estar en la casa que mi esposa siempre me dejaba en esa zona. Ella estaba mucho más tranquila ahora que estábamos todos en la casa. Si el virus no había entrado aún, no lo dejaríamos entrar. Teníamos provisiones para un mes, y si nos tocaba salir, lo haría yo siguiendo todos los protocolos establecidos: usar tapabocas, intentar no toca nada, llevar nuestras bolsas de tela (que posteriormente serían colgadas al sol, ya que se pensaba que el virus no sobrevivía a la radiación ultravioleta), botar la factura en el supermercado, no acercarme a nadie a menos de un metro, y desde luego, repetir la rutina de ingreso seguro al volver.
Y así lo hicimos. Ahora el miedo radicaba en que los demás lo hicieran, pero eso ya no dependía de nosotros. No podíamos hacer más que no contagiarnos nosotros para no contagiar a nadie más, y replicar por las redes sociales cuanta información nos parecía seria, confiable y útil. Pero al igual que el miedo a tener que renunciar a la empresa dado el caso, este tampoco resultó justificado, pues de manera impredecible, como sociedad resultamos más disciplinados que los europeos, incluso que los asiáticos. Claro, teníamos la ventaja de haber conocido la tragedia que se presentó previamente en esos continentes; pero lo interesante fue que aprendimos la lección en cuerpo ajeno y la aplicamos rápida, coordinada y eficientemente. El tercer mundo salió victorioso. Los gobiernos, muchas veces contrarios entre países vecinos, estuvieron a la altura del problema; incluso sus diferencias políticas se veían minimizadas al luchar juntos contra un enemigo común, invisible, poderoso, implacable. Prácticamente todas las personas hicimos caso. De todo: de los protocolos, de las recomendaciones (principalmente la de no salir de la casa), de los consejos dados por los países donde el problema había avanzado y también donde el problema ya se empezaba a resolver, hasta de las medidas hipotéticas: que tomar aguapanela con limón y bicarbonato, que ingerir bebidas calientes para desintegrar el virus en la garganta, que mantener un ph alcalino, que tomar té, jengibre, comer nueces, vitamina C, en fin.
Al principio de la cuarentena me preocupaban mis papás, pues vivían solos en un pueblo más o menos lejano. Pero también fui sorprendido por ellos, al tener que guardarme mis sospechas sobre su posible terquedad. No salieron de la casa, se comunicaban diariamente, y pesar de no usar tanto las redes sociales, al parecer sabían y aplicaban más medidas y protocolos que nosotros.
Las consecuencias colaterales buenas no se hicieron esperar. Un día que estaba en el balcón mirando hacia el parque, alcancé a ver un zorro plateado caminando tranquilamente bajo la luz tenue de las lámparas. Los perros nos avisaban también de la presencia de faras, ardillas y hasta culebras. En las noches llegaba un búho hasta el aguacate del patio, y después de que le dejáramos pedacitos de pollo crudo en una rama, se volvió un visitante permanente. Al no haber carros, la calidad del aire y el ruido mejoraron de una manera que al principio no logramos percibir bien. Los niños estaban felices: hacían las tareas en la mañana, jugaban y veían televisión en la tarde, y esperaban que fueran las ocho de la noche para salir a aplaudir efusivamente a los equipos médicos que le ponían la cara a los pocos casos de contagiados que finalmente se presentaron, y de los que muy pocos llegaron a ser fatales.
Cuando vencimos al virus, definitivamente la ciudad, el país, fueron otros. Las personas cambiamos. El carro se usaba una o dos veces a la semana. Siempre nos saludábamos, con el que fuéramos a saludarnos, con un abrazo sincero y efusivo. Los animales silvestres retrocedieron de nuevo un poco cuando empezamos a salir, pero no se ocultaron del todo, los veíamos asomados desde lejos mirándonos extrañados. Jamás volvimos a quedarnos un fin de semana en la casa, y para eso, los niños adelantaban sus deberes escolares entre semana. En serio. Hasta le bajaron mucho al tiempo de ver televisión. Salían a veces jugar yervis, bois, países y ponchados a la calle. Sí, a la calle, por donde antes transitaban los carros, y ahora se daba prioridad a los balones, los niños, los perros y las bicicletas. La empresa para la que trabajaba quebró, yo había durado trece años ahí. Pero seguí manteniendo contacto con mis compañeros más amigos, y de todas formas, sentía la esperanza de poder conseguir un buen trabajo, la misma esperanza que posiblemente sintieron los padres de Gregorio Samsa al final de la novela, cuando descubren que su hija ya era una hermosa joven.
A las 5:10 a.m. el despertador me sacó del profundo sueño en que me encontraba. Lo apagué. Me levanté, con una sensación de optimismo por el sueño que acababa de tener. Me levanté, mientras recuperaba los recuerdos de la realidad en que me encontraba, y trataba de retener ese sueño, sin duda, inspirador y revelador. Bajé a la cocina, tomé agua, como de costumbre; me comí la cantidad precisa de uvas que tapan el fondo de la tacita de plástico. Hice el café para mi esposa y para mí. No tuve que hacer el desayuno aún, pues mis hijos no tenían clase, como parte de las medidas preventivas que empezaban a tomar los colegios para no esparcir el virus. Yo era el único que debía salir. Eso me parecía absurdo, no me podría perdonar si terminaba contagiando a mi familia, cuando ellos estaban tomando las medidas preventivas al pie de la letra, cuando los colegios y la empresa de mi esposa sí habían logrado anticiparse a la gravedad de lo que estaba pasando; pero yo seguía yendo a trabajar. Me lavé los dientes, me bañé, me vestí y bajé a hacer mi desayuno. Mientras me tomaba el café pensé que debía tomar decisiones de fondo. Pensé incluso renunciar al trabajo si no tomaban medidas de fondo, las que todos estábamos esperando.
Me lavé los dientes de nuevo, le di un beso a mi esposa, que ya empezaba a despertarse, abrí el garaje, prendí el carro y me dirigí a la empresa. Por el camino seguía pensando en el virus: parecía increíble que algo así estuviera pasando en todo el mundo. Esperaba que en la empresa nos anunciaran medidas más drásticas para contrarrestarlo, aún estábamos a tiempo de detenerlo, pero había que tomar medidas concretas: tal vez enviarnos a vacaciones por adelantado, tal vez trabajar desde la casa, tal vez incitar a pedir licencias no remuneradas. Pensaba que aún podíamos hacer más por intentar detenerlo, y lo que empezaba a funcionar en otros países, era llevar una cuarentena estricta: no salir de la casa, o sólo para lo indispensable.
Mientras subía a la oficina por el ascensor, pensaba que si la empresa, que venía presentando dificultades financieras desde hace unos meses, no tomaba las medidas que esperaba yo que tomara, renunciaría. Pero inmediatamente me tornaba indeciso, pues en esos momentos, mi familia dependía de mí. Además, necesitaba el trabajo, y no sería fácil conseguir otro en esta situación, y aunque se tratara de vidas humanas que se perderían si no actuábamos en colectivo y si no se tomaban decisiones más definitivas, no podría quedarme, menos en estos momentos, sin la posibilidad de mantener a mi familia bien alimentada, distraída y saludable. Como era de esperarse, al prender el computador y revisar los correos, apareció el que buscaba: la empresa nos solicitaba seguir trabajando en sus oficinas, eso sí, tomando las medidas anunciadas, como lavarnos las manos, usar desinfectantes, evitar reuniones donde intervinieran más de tres personas, y reportar casos de síntomas de gripa. Había instrucciones muy precisas. Así que, en medio de la frustración y el miedo, inicié, junto con mis compañeros, la jornada laboral, la cual sinceramente no fue muy productiva, pues en cada momento consultábamos y compartíamos las cifras poco esperanzadoras de contagiados y muertos que crecía exponencialmente en otros países, y empezaba a tener un comportamiento similar en el nuestro; y además nos sentíamos sumamente intranquilos, todo el tiempo, pensando en el momento en que finalmente nos contagiáramos y lleváramos el virus a nuestros hogares.
Después de terminar la jornada laboral, en la que ni siquiera su carga y la tensión que la misma solía producir nos pudo quitar de encima la preocupación del contagio, y luego de evitar acercamientos, de evitar quitarnos el tapabocas, tocarnos la cara, agarrar perillas, pasamanos y botones de ascensores; regresé a mi casa. Guardé el carro y seguí el protocolo de entrada segura. Pero aún así, no tenía paz. No abracé ni besé a mis hijos. Tampoco a mi esposa. Ni siquiera acaricié al perro, pues si traía el virus en las manos y lo tocaba, alguien más lo podía tocar y luego llevarse las manos a la boca, por ejemplo.
Pero tenía el pequeño consuelo de que mi empresa no fue la única que no entró en la cuarentena. De hecho pocas personas tomaron las medidas que se suponía debíamos tomar todos, pero eso ya no dependía de mí, sino de ellos. Al igual que el miedo a tener que renunciar a la empresa dado el caso, el cual no pude vencer, pasó lo que se tenía proyectado: superamos las cifras de contagiados de los países europeos y asiáticos. Habíamos contado con la ventaja de conocer sus advertencias previamente, y aún así, no aprendimos la lección. Nos tenía que suceder lo mismo, para entender, tarde, que las medidas debían tomarse cuando aún estábamos a tiempo. Igual, somos el tercer mundo. Los gobiernos, tanto de derecha como de izquierda, se dieron la espalda entre sí, y aprovecharon la coyuntura, más que nunca, para atender sus intereses privados, bajo el pretexto de estar protegiendo a la población. Fue lo que menos les importó. Prácticamente nadie hizo caso. De casi nada: ni de los protocolos, ni de las recomendaciones (principalmente la de no salir de la casa), ni de los consejos dados por los países donde el problema había avanzado y también donde el problema ya se empezaba a resolver; ni siquiera de las medidas sencillas: que tomar aguapanela con limón y bicarbonato, que ingerir bebidas calientes para desintegrar el virus en la garganta, que mantener un ph alcalino, que tomar té, jengibre, comer nueces, vitamina C… en fin.
Al principio de la cuarentena no me preocupaban casi mis papás, que vivían solos en un pueblo más o menos lejano. Pero con el tiempo, las comunicaciones fueron colapsando, y llegó el día en que no supe más de ellos. Sigo intentando comunicarme con algún vecino, para al menos saber si están vivos.
Las consecuencias colaterales buenas fueron pocas, y se terminaron opacando por el terror y la desesperanza. Los niños empezaron a aburrirse, y ya ni siquiera esperaban que fueran las ocho de la noche para salir a aplaudir a los equipos médicos que le ponían la cara todo el tiempo a los cientos de casos de contagiados que no paraban de llegar, muchos fatales. De hecho, cuando más lo necesitaban, dejamos de aplaudir. Finalmente los abandonamos. A los mismos que vinieron hasta mi casa a tomarme la prueba que resultó positiva.
Creo que tardaremos muchos meses en eliminar el virus. Parece que la tasa de contagios y de personas muertas sigue en aumento. Como era de esperarse, los servicios de salud colapsaron. Hasta este momento se están tomando medidas drásticas, y hasta este momento, tarde ya, nos estamos convenciendo de que no debemos salir de nuestras casas. Ahora, confinado a la habitación de servicio de mi casa, con un baño que sólo yo puedo usar, sin la posibilidad de acercarme a mis hijos y a mi esposa, sin televisor, lavando mi ropa a mano, lavando en el lavadero los platos donde me lleva mi esposa, con tapabocas, la comida; recuerdo cuando salía a veces a jugar yervis, bois, países y ponchados a la calle. Sí, a la calle. La empresa para la que trabajaba quebró, yo había durado trece años ahí, pero ahora buscar trabajo es lo que menos importa. Sólo espero que el resto de mi familia no se contagie, y si sucede, que los síntomas no se manifiesten, y si sucede, que no sean graves. Y mientras tanto, espero que terminen estos 15 días de soledad profunda. Y luego esperaré a que retornen la comunicaciones para ver qué queda de mi país, y quienes de mis amigos, familiares y conocidos, siguen vivos. O esperaré, si es posible, a que sean las 5:10a.m. y suene el despertador.
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