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El Centinela en el Cristal
Era difícil creer, que hace tanto tiempo, sus manos no llevaban las palabras al papel para contar una historia, si no, más bien, lo habían hecho para redactar inútiles informes que tan solo una pseudo elite de sobre valorados oficinistas entendería. Estaba recostada, la noche era fría y sobrecogedora. Cogió el cigarrillo encendido de su recientemente improvisado cenicero, lo llevo hasta su boca, inspiro, y con una desgastada exhalación dejó salir el humo. Miró atentamente las ambiguas figuras que se desdibujaban en el aire, y, a través de ellas, el brillante monitor de la pantalla frente a ella. Estaba prácticamente en blanco, solo se leían algunos pensamientos y frases que no lograba conectar por mucho que lo intentase. Se quedo en absoluto silencio por algunos minutos, mientras la insoportable sensación de vacío la inundaba. Por muchos años, escribir había sido su manera de escapar del mundo, de la extenuante realidad que la envolvía, y que en muchas ocasiones, no la dejaba respirar, pero ahora, no tenía tantas razones que no sabía donde empezar, y el solo hecho de no poder, la desesperaba.
¿Cómo podía ser eso posible? si no hace mucho tiempo atrás, las palabras brotaban iracundas de sus labios, convertidas, muchas veces, en inaudibles susurros opacados por el sonido de la profunda noche a su alrededor.

De entre los infinitos ecos nocturnos, un repiqueteo particular en su ventana parecía hacerse cada vez más presente, un repetitivo “tick”, que poco a poco se volvía omnipresente. Miró a través de la ventana, desapareciendo así, casi por arte de magia, el desquiciante sonido, pero no logró divisar silueta alguna a través de ella, volvió a fijar su mirada en el centellante monitor. Al cabo de algunos minutos, el recalcitrante repique retorno a su ventana, suave, casi imperceptible, pero constante en su oído izquierdo. Intentó hacer caso omiso y dedico su atención a los intentos de nada que seguía escribiendo, preguntándose a sí misma, si tenía algún sentido.

Un barro de cenizas y cerveza se mezclaban hasta la mitad del vaso que llevaba, varias noches, utilizando de cenicero. Hundió hasta lo profundo los dedos, del casi totalmente consumido cigarrillo, con tal presión, que se untaron de aquel fárrago grisáceo. Seguía sin poder unir sus pensamientos, y escribiendo fragmentos aislados en diferentes notas. Bajo sus ojos, sus parpados abultados, amoratados, daban cuenta de su cansancio, hacía varias noches que el insufrible rasqueteo en su ventana consumía las horas noctívagas hasta que el sol despuntaba, impidiéndole conciliar el tan deseado sueño, y obligándola a dedicar estas tan preciadas horas, a la contemplación y las inconexas reflexiones. Tomo un trago del amargo y humeante café a su lado, era ya su décima taza de café y aun así no lograba mantenerse del todo lúcida, sus parpados extremados, cubrían la mitad de sus ojos, irritados a causa del sopor y las interminables horas frente a la ya fatigosa pantalla, pero al igual que las noches anteriores, lo único que la sometía a dicho martirio, era el mismo espantoso retumbo abrumando todos sus sentidos, que, como un metrónomo sin fin, contaba los segundos que deliberadamente le arrebataba. Estaba perturbada, colérica, a pocos compases de perder la razón y caer, irremediablemente, en un espiral de locura, donde de la nueva mujer que había construido con esfuerzo durante las últimos años, no quedaba nada más que la habitación.
Rompió en un enajenado llanto, mientras el conteo desgarrador en el cristal solo se tornaba más fuerte, palpitante, ensordecedor, y, aunque tapaba sus oídos con toda la fuerza que poseía, no consiguió silenciarlo. Se rindió.
Cerró los ojos, y en la oscuridad de sus cavilaciones, solo distinguía el angustiante estrépito. Abrió lentamente sus ojos, ensordecida, muda, fatigada. Empujo con sus débiles brazos su cuerpo hasta una posición vertical y miró fijamente las páginas frente a ella. Permaneció así algunos minutos, impávida y abatida.
Lentamente, como las tímidas gotas del rocío que se aglomeraban en el cristal, acumulándose en su entumecimiento, comenzaron a abrirse paso las lágrimas, agudas, penetrantes e inconmensurablemente más estridentes que su antiguo, bestial e inescapable compañero. Las palabras que tanto esperaba, se derramaban en una cascada frenética e incontrolable, a través de sus dedos, letra tras letra, con un ritmo delirante, escribió hasta que ya no pudo más, se recostó en la cama, la luz del monitor brillando borroso atenuando la oscuridad de la habitación, sus parpados se cerraron lentamente, y mientras yacía en la cama, entre el humo y el letargo, solo escucho silencio.

Texto agregado el 24-03-2020, y leído por 80 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-03-2020 A veces debemos sacar fuera de nosotros los sentimientos que nos oprimen y nos martirizan, de allí nace la necesidad de escribir como un torbellino irrefrenable, solo después de atravesar ese momento se aplaca el alma y encuentra paz. Bello relato. Saludos, Carlos. carlitoscap
 
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