Al pobre hombre lo han catalogado de raro, de enojón, de triste y de una multitud de formas menos decentes y no por ello menos creativas. Atiende su negocio desde los primeros albores de la madrugada hasta que la noche ya se hastía de sí misma. Y cuando comienza la jornada y aparece uno que otro cliente, él, oculto detrás de una ristra de cebollas, pregunta con su voz robótica: -¿Qué desea? Y asoma su rostro entre triste e imperturbable, tan similar en su gravedad al de un juez de la corte o tan parecido acaso a los rasgos de cualquiera de nosotros. Por alguna razón incomprensible, o quizás demasiado humana, le hemos endosado todas las características negativas, se las hemos dibujado en las comisuras de sus labios, estampado entre sus cejas y puesto en cada uno de sus ojos esa desolación que a veces nos embarga y que nos cuesta tanto aventarla. En suma, lo apodamos el triste, el macilento, el amargado y cuando nos contempla detrás del mesón, no comprendemos que su rostro es el espejo de cada uno de nosotros, la imagen que evitamos contemplar, prefiriendo el jolgorio, la risa y la mofa con ese facilismo irresponsable que de tan irresponsable que es, olvidamos lo que íbamos a comprar.
-Tengo pasas para la memoria- dice, con su tono monocorde similar al traqueteo de un tren en su trayecto entre rocas, praderas y árboles mustios. Ese humor, tan necesario y tan simple, ha trazado una risa que no eleva las comisuras de nuestra indefinición. Y nos despedimos con un “gracias” entusiasta que rebota en su saludo desganado. Y nos vamos dibujando pensamientos en las grises aceras, contemplando a los viejos de paso cansino y a las féminas que nos redondean la mañana cuando nos sonríen y continúan a paso resuelto. Pero, el hombre triste se nos encaramó encima y cargamos con él aunque lo neguemos, mientras proseguimos contando adoquines.
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