Dentro del mas profundo silencio que jamás haya percibido el oído humano irrumpieron como un trueno las turbadoras campanadas desde la torre del templo sagrado consagrado a la meditación y a la introspección. Estas eran accionadas por un complejo y misterioso sistema de relojería que desde hacía años prescindía de toda acción humana para su funcionamiento, el tan esperado momento había llegado y el campanario seguiría sonando pese a todo. Es que fuera de allí ya casi no quedaba humano en pie, salvo la totalidad de ancianos que misteriosamente pudieron escapar de la barbarie impiadosa de la peste, niños, jóvenes y adultos habían caído muertos como insectos. Un hombre que pisaba los 90 años junto a otros viejos habían decidido juntar los cuerpos esparcidos a lo largo y a lo ancho de su cuadra y hacer una pila con ellos para luego de rezar por sus almas una plegaria al cielo los incineraron. Esta acción se replicó en todo el vecindario, los viejos mas débiles apilaban cuerpos hasta que le daban las fuerzas y a partir del metro de altura los mas fuertes completaban la pila hasta los dos metros. Para llegar a esa altura debían trepar por encima de los cuerpos, muchos de ellos sus propios familiares, a los niños se los ubicaba piadosamente en la cima para evitar pisotearlos, casi por una cuestión de respeto sagrado.
Los animales y las plantas no fueron afectados, los ríos y los mares estarían en poco tiempo atestados de peces, los campos colmados de fauna, el aire impoluto sin mas contaminación que el humo de las fogatas donde se juntaban los sobrevivientes a comer casi en un rito tribal.
Las preguntas que cada uno se hacía en la intimidad no tardaron en hacerse compartidas en búsqueda de una respuesta colectiva, cada quien tenía una idea pero obviamente parcial sobre los hechos, la serenidad que les daba los años permitieron que las ideas del otro sean atendidas con mayor permeabilidad, nadie intentaba imponer su punto de vista sobre el de los demás, todos estaban abiertos a ser iluminados por la mirada de sus pares, es que querían entender, querían aprender. Lo insoportable de la situación los invadió de humildad y los concientizó de su mismísima debilidad. Esto hizo que los años que les quedaban por delante fueran alcanzados de un cierto gozo al poder desprenderse de las miserias con las que crecieron y convivieron hasta que la peste lo cambió todo. Como resultado del paso del tiempo y de las leyes de la naturaleza todos y cada uno de ellos fueron falleciendo, de viejos, prácticamente las enfermedades habían desaparecido con todo lo antes muerto.
Y fue así que el planeta volvió a ser un vergel, sin rastros de humanidad, hasta que un día ante la mirada atónita de algunos animales aterrizan en cada uno de los continentes un sin fin de naves llegadas desde el mismísimo cielo colmadas de niños y niñas, desnudos, sanos, impolutos, inocentes, despojados de toda maldad.
El único rastro humano que siguió en pie para recibirlos fue el campanario con sus perturbadoras campanadas, y que con ayuda de los vientos se replicarían día a día en toda la superficie de la Tierra a modo de aviso, esta vez todo debía ser diferente, aunque mas allá de toda esperanza el campanario con su misterioso mecanismo repicaría eternamente
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