Uno. Muchos años atrás.

Nos está escribiendo la realidad- dijo por fin Tomás, en medio de aquel mutismo. Estamos siendo asaltados por la propia existencia- opinó, seguidamente, Pedro.
Era como si los acontecimientos cobraran vida propia, ajenos al cúmulo de voluntades en que siempre habían consistido.
Dos días más tarde.
Allí debía de haber una voluntad superior marcando el ritmo. Había que dilucidar algo de una vez por todas. Sólo unos cuantos lo percibieron. Era llegada la hora de las demostraciones. Y, la verdad, fue que aquel hombre había evidenciado, hasta en su forma de morir, cierta grandeza.
No se le oyó un solo lamento. No sólo era perspicaz, sino grande- también- de corazón. A la vuelta de aquella ladera y a tiro de piedra, nadie presenciaba la agonía de otro crucificado. Tanto era así que suscitaba la curiosidad del resto de crucificados y las personas que los acompañaban.
Bajo la cruz de nuestro amigo, como decimos, no había nadie. Nadie lo echaría en falta en el mundo. Por su cabeza pasó la imagen mental que tenía de su madre, cuando el crucificado con más compañía dijo unas palabras. El espíritu de aquel hombre tan querido se extendió por toda la ladera. Nuestro solitario crucificado oyó por fin una palabras amorosas en su existencia. Murió confortado por la sensación de ser amado, por vez primera, también, en su vida.
Dos.
Muchos años después, caricias anónimas volvieron a certificar un amor que tanto tiempo más tarde se empezaba, también, a echar en falta.

Tres. Repeticiones.
En aquella habitación de hospital- ladera nueva de Calvario, otro crucificado solitario sintió el amor brotar de nuevas palabras de afecto.


En el pasillo del hospital, alguien aludía a que aquéllo se empezaba a escapar de las manos . Igual que dijeron, tantos años hacía, Tomás y Pedro, por aquel funcionamiento que percibieron de la vida autónomo.