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De forma unánime fui elegido hace ya bastante tiempo como el presidente del club de baby futbol del consultorio. Pensé que era una chanza de esas que se les juega a algunas personas para provocarlas, una broma inocente que sobrevive hasta que uno rehúsa el ofrecimiento. El caso es que me convencí y acepté porque era el único empleado administrativo disponible y podría ejercer mi cargo de representante de la institución, imitaría el accionar de los presidentes de los clubes profesionales de fútbol, tratando de arengar a los jugadores con esa terminología difusa pero rimbombante en que pretenden explicitarlo todo cuando en realidad no dicen nada. Es menester aclarar que los jugadores eran mis compañeros de labores, camilleros, auxiliares y empleados de servicio. El Pato Leiva sobresalía por sus virtudes técnicas, era el goleador indiscutido, además de destacarse como el mayor galán del consultorio, que había tenido amoríos con varias compañeras, gozaba además de una facilidad innata para bailar, encandilando a las féminas con los firuletes que su envidiable talento le permitía.
El asunto consistía en concertar encuentros con otros equipos, fijando un premio para el ganador, dinerillos que recolectábamos entre todos, acudiendo a diferentes instancias. No eran grandes cantidades: pesos más, pesos menos, alcanzaban para una ronda de cervezas y para pagarle a la señora Berta el lavado de camisetas.
Encabezados por el Pato Leiva, el equipo ganaba sin desmedro que en más de alguna ocasión las chambonadas del Juan Vielma pusieran en riesgo los honores de la victoria. Muchas veces se trenzó a trompadas con algún rival malicioso y en una muy comentada, le mordió la oreja a un jugador del equipo rival. Nunca supimos que diablos le sucedió para realizar tan deleznable acción, descartándose que hubiese parientes de origen canibalesco en su árbol genealógico. El Orellana, el Mula Castro y el Chispita no se destacaban por ser los más dotados para la pelota, pero la eficiencia del Pato Leiva lo contrarrestaba todo, era el alma, la esperanza y la alegría por los dineros ganados.
Hasta que en una ocasión se nos ocurrió desafiar a un equipo que se destacaba por poseer grandes jugadores. Jugábamos en nuestra cancha y apostamos una cifra que superaba a todas las anteriores, por lo que de ganar, habría dinero suficiente para todos los menesteres. Sucedió un imponderable: falleció la abuela de una compañera y al tesorero no se le ocurrió nada mejor que entregar todo el dinero a la colecta. La gente ensalzó su generosidad, pero cuando nos enteramos de tal situación, casi nos infartamos: el rival anunció visita para el día siguiente y conseguir de nuevo el dinero apostado era imposible. Recurrimos a don Chicho, almacenero de la esquina, quien cortésmente nos indicó que debía cancelar una onerosa factura y que si se hubiera podido, encantado.
No hubo caso, así que sin un peso en los bolsillos y sólo afirmándonos en la convicción que debíamos ganar, aguardamos lo que se nos venía.
Esa tarde, nublada y amenazadora, apareció el equipo rival, hombres robustos, de envergadura respetable y hablar desenfadado. El que hacía las veces de capitán, me encaró y pidió que los dineros fuesen puestos sobre la mesa. Él desenvainó su billetera y colocó el grueso turro. Tuve que ingeniármelas para explicarle que nuestra plata estaba en poder del tesorero, quien la guardaba en una caja fuerte y que llegaría a lo más en veinte o treinta minutos para entregarnos la suma acordada. El tipo me miró trasluciendo una desconfianza que tuve que afrontar con palabras duras (sabía que el Pato Leiva también era un as para los combos).
-¡Aquí no toleramos que se desconfíe de nosotros! ¡El dinero está y ya le expliqué las razones!
Mis compañeros se voltearon y pensaron que el asunto escalaría a los chopazos. Pero mis palabras surtieron efecto, porque el tipo se dio media vuelta y se dirigió al centro de la cancha.
Al parecer, la espada de Damocles pendía en la conciencia de mis compañeros, que chambonada tras chambonada -sin excluir al Pato Leiva, que le pegó al aire y no a la pelota cuando quedó solo frente al arco- jugaban un partido para el olvido. Ya a los diez minutos, el rival vencía por dos goles a cero y tras cada celebración, el tipo aquel me miraba sonriente, recordándome el compromiso.
Terminado el primer tiempo, nuestro equipo caía por tres goles a cero y yo me mordisqueaba las uñas pensando que explicación esgrimiría para salvar el pellejo. Cualquiera cosa que se me ocurriera desencadenaría un festival de dimes y diretes y el casi ineludible enfrentamiento a lo que es coscachos. Más aún cuando el tipo que hacía de capitán, al regresar del descanso me preguntó:
-¿Y? ¿Llegó el tesorero?

Los muchachos entraron cabizbajos y en los próximos veinte minutos se jugaba nuestro honor. Los arengué para que sacaran desde lo más íntimo de su pundonor las fuerzas para remontar el marcador. Pero el Chispa movió la cabeza en señal de desánimo, así que lo cambié por el Riveros, que por lo menos se veía ganoso.
A los tres minutos, una carrera explosiva del Pato Leiva, permitió que se desembarazara de un rival para pasársela al Riveros, quien fusiló al arquero. Disimulé la alegría que me produjo este gol, sobre todo porque el tipo que me acuciaba, me contempló con fijeza, acaso preguntándose si yo era en realidad un embustero.
Los minutos transcurrían y el marcador permanecía igual. Mi estómago se retorcía por los nervios, por las dudas y por la posibilidad cierta de tener que afrontar una situación demasiado difícil. Pero todas esas cavilaciones oscuras se aclararon en parte cuando el Pato Leiva agarró la pelota en el área y la envió a la redes. Restaban dos minutos y le grité al equipo que adelantara sus líneas. Un empate salvaba la honra, aunque igual debería afrontar al tipo por la inasistencia del tesorero. El equipo rival se dedicó a retener el balón para cuidar el marcador, lo que desesperó al Vielma, quien pateó al grandote que marcaba. La pelota fue a dar a los pies del capitán, quien se vino en carrera para fusilar al arquero. Pero éste llegó antes y envió de nuevo el balón al centro, la agarró el Vielma, se la pasó al Pato Leiva y éste fusiló al arquero. El salto que di fue el reflejo de todos los nudos que se desataron en mi cuerpo. Grité el gol con todas mis ganas y ya no me importó que el tipo aquel me mirara con desconfianza.
El partido ya finalizaba y todo quedaría igual. Pero el capitán, el inefable capitán, gritó que si empatábamos, fuéramos a penales. ¡Horror! Mis jugadores eran pésimos en esta instancia y sólo el Pato Leiva se destacaba. Pues bien, para acabar con todos mis tormentos, el mentado muchacho se sacó de encima a dos rivales y batió al arquero, justo cuando el árbitro ya preparaba sus pulmones para pitar el fin del encuentro. La algarabía fue general y los rivales, acongojados, optaron por retirarse cabizbajos. Aun así, el capitán se aproximó y cuando yo pensaba que me inquiriría una vez más por el dinero, sólo atinó a darme un apretón de manos, expresando con su voz entrecortada: -Nos ganaron bien. Buen equipo tiene, mi amigazo.

Y esta historia, que es posible que no sea de todo su agrado, me permite rescatar un asunto que de cuando en cuando revolotea juguetón por mi mente dado lo extravagante de su factura.












Texto agregado el 20-03-2020, y leído por 183 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
21-03-2020 Me encantan los cuentos de futbool y este te salió bueno. yosoyasi
21-03-2020 Me encantan los relatos futboleros y sus personajes. Y éste es una prueba cabal de los muchos registros que sos capaz de manejar. Abrazo Guido!! Muy entretenido el relato. Vaya_vaya_las_palabras
20-03-2020 (2/2) Cualquier enano aficionado al fútbol sabe, a propósito de fusilar, que el pelotero dispara el balón adentro del arco, por algún lugar fuera del alcance del portero. El sentido futbolístico nos dice que el guardameta no es el objetivo del golero sino el fondo de la red. Por lo demás, bien redactado y divertido. Buena frase: “jugaban un partido para el olvido”. ¡Felicitaciones! Enrique_Orellana
20-03-2020 (1/2) Relato entretenido, pero sentí en algunos párrafos ese terrón de sal que no llega a diluirse en una porción de arroz, que se asienta en la lengua o produce ese molesto crujido durante la molienda dental. Esos terrones de sal fueron tres conjugaciones del verbo “fusilar”: “quien fusiló al arquero”, “para fusilar al arquero”, “éste fusiló al arquero”. De algún modo el arquero se mantuvo vivo con tanta descarga de fusilería. Enrique_Orellana
20-03-2020 —Me gusto, y mucho me gustó esta historia de futbol, competencia y buenos amigos, que aunque no acariciaron ni "saborearon" el trofeo igual con futbol y pundonor ganaron el partido y además con el triunfo contribuyeron a una buena causa. También creo que tu relato será del agrado de todo el que lo lea. —Un abrazo vicenterreramarquez
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