La sospecha es la moda, te contemplo con recelo, tratando de distinguir esas minúsculas gotas que podrías expeler al hablar y que es el alma de tus palabras o acaso el flagelo, la peligrosa alimaña que cruzó el oriente, recaló en la vieja Europa y desde allí, la exportaron los nuevos ricos, los que ahora pueden viajar, conocer, darse ínfulas y de paso, traerse entre sus bártulos a esa exportación no tradicional. Pero no, eres silenciosa y si bien tus ojos son expresivos y dibujan escenarios en cada parpadeo, callas y aguardo. Podemos permanecer uno al lado del otro sin mascarillas, sin líquidos germicidas, sin resguardos. Yo tampoco hablo y te observo desde mis pupilas curiosas intentando inventar diálogos imposibles. Eres tan bella pero tus labios son inmutables. Es tarde y ya el cielo ha pactado el compromiso de cerrar sus cortinajes para que las estrellas comiencen su danza. La gente va presurosa para llegar a sus destinos, algunos con esas mascarillas penosas que le otorgan el aspecto de tristes seres reptando por los pasillos de un nosocomio. No quiero romper el cristal que es este instante con la vulgaridad de una palabra, te contemplo sólo con el rabillo de mis ojos y te me dibujas nívea en el crepúsculo. Esta inseguridad mía, endémica, brutal y maldita, me ha impedido siempre ser el hombre resuelto, el que se arriesga, intuye, inquiere y trata de lograr su cometido, sin temer la dolorosa espada del rechazo. Y esta niña, que aguarda silente, bella e intemporal en este cruce de calles que es un mirador en donde las vitrinas destellan y los focos de los vehículos hieren al cruzar con su estrépito en fuga.
El número de contagiados se incrementa día a día, mientras no sea yo, todo es un cuento, alarma propalada por las esferas políticas para acallar a los vociferantes, para impedir que se concentren y hagan desmanes. La gente acata con tanta facilidad y la alarma le pone alas a todo su desacato posterior. Pero yo no caigo en esto ni con el juego ridículo de andar saludando con los codos, pero no me atrevo, sinceramente no me atrevo a dar este paso, el decisivo, el que me permitirá sonreír y beber del néctar de esos labios tan perfectamente delineados o ser aplastado por el peso de un rechazo.
La marea humana se ha disipado casi por completo y sólo pululan en la semipenumbra algunos que se quedaron rezagados. Ellos apuran también el paso y nos vamos quedando solos, ella y yo. Y no me atrevo, no me atrevo y de sus labios sellados no emerge la miel de alguna palabra, venga o no contaminada con ese virus extranjero. Imperturbable, aguarda y el misterio de esa espera me intranquiliza y más me atormenta no ser yo capaz por dios de abordarla, sonreírle, algo tan simple e inocente.
Nadie en la calle, la esquina queda huérfana de frenazos, de luminarias, de gente apresurada.
-Sólo tú y yo- escucho decir. Es ella, que me sonríe y esa sonrisa le desdibuja las comisuras, emergiendo desde lo que parece ahora una oquedad algunos dientes en que rila su tonalidad amarillenta. Es la dentadura de una bestia, el brillo de sus ojos da paso a dos agujeros negruzcos en los que uno pudiera adivinar algo parecido a una mirada. El terror me invade, trato de escabullirme de ese escenario infernal, pero no, unas garras me apresan, rasgan mi camisa al punto que la sangre brota salvaje por las heridas que esos garfios me producen. Grito, grito y el alarido pareciera serme arrebatado desde las profundidades de mi garganta.
-Ha despertado.
-¡Bendito sea Dios! Amor, amor, ¿cómo te sientes?
La nebulosa no acaba de resolverse delante de mis pupilas. Estoy en un lecho desconocido y dos sombras parecieran observarme tras la tela vidriosa que cubre mis ojos.
-Al parecer, ya pasó la crisis. Dios mediante, mañana estará mucho mejor- asegura una de las figuras. La otra alza sus manos, expresa algo que no entiendo, ¿quién es ella? ¿Quiénes son esas mujeres?
-Dentro de poco, ya podrá regresar a su casa.
-¡Que alegría! ¡Que alegría más grande mi amor!
La sombra se aproxima y percibo una mano que ondula delante de mis ojos.
-Pensé que te perdía, esposo mío.
¿Esposa? ¿Qué es esto? ¿Qué sucede?
De a poco comienzan a posarse las ideas en un cierto orden. La fiebre, claro, los síntomas precisos, el flagelo inoculado en mi cuerpo por cualquiera. Ya no recuerdo con precisión como llegué hasta acá. Pero la mujer continúa gesticulando a través de mis ojos legañosos. Ella está feliz, ¿de qué? Si no insistiera en sus manifestaciones ridículas y se volteara, vería a la mujer que se apoya en el dintel. La que me aguarda silenciosa y que a pesar de lo difuso de mi mirada, la distingo con la misma nitidez de aquella noche aciaga. Espera por mí y cuando las sombras reinen en el recinto, nos besaremos y ya no importará nada más.
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