Nunca imaginé que me reencontraría con la mujer de mis sueños después de tantos años, y en circunstancias tan peculiares.
A mis diez años yo era un niño común y corriente, feliz y despreocupado. Me distinguía de los demás únicamente por tener una gran amiga, que vivía a unos metros de mi casa. Su nombre era Gladys y era un ángel. Era buena, era hermosa, era divertida. Con ella compartí un tiempo de inocencia y felicidad, justo antes de que el mundo se convirtiera en el lugar peligroso que es actualmente. Una tarde de verano, Gladys me dijo, casi distraída, que su mamá tenía ciertos planes. Conocía a un hombre, dueño de un camión enorme que cargaba y movía una gran cantidad de muebles. Yo conocía la casa de Gladys (oh sí que la conocía) y no me parecía que ahí fuera necesario mover muchos muebles. Después Gladys usó la palabra mudanza, pero como aún éramos niños seguíamos aferrándonos a nuestra felicidad de golosinas y dibujos animados. Eso era lo único que conocíamos. Hasta que un día el camión de la mudanza estacionó frente a mis ojos.
Ocurrió un domingo caluroso. Temprano en la mañana vi a Gladys irse de mi vida, y tras ella el enorme camión lleno de muebles. Creo que un pedazo de mi corazón se salió de mi pecho y partió hacia algún destino, en busca de Gladys.
Fue difícil. Mis padres sólo se dieron cuenta de mi tristeza después de dos días, cuando me preguntaron por mi falta de apetito y cuando notaron que la casa del primer piso donde había vivido Gladys estaba ahora ocupada por extraños. Yo me acordaba mucho, muchísimo de Gladys, sobre todo cuando alguno de mis tíos venía de visita y ponía música un poco melancólica o romántica. Entonces yo me recostaba en el sillón o simplemente me quedaba mirando la tarde en la ventana, pensando, pensando.
En esa misma ventana vería aparecer de pronto al otoño, al invierno, al siguiente verano. Todavía me acordaba mucho de Galdys, pero había tantas cosas para hacer: los deberes de la escuela, los partidos de fútbol, las carreras en bicicleta, los libros a veces. Casi sin darme cuenta había transcurrido un año, luego dos, y tres; y cada vez había un poco menos de Gladys, su imagen se iba opacando como una fotografía sobre la cual desciende el polvo de los años. No era yo quien decidía las cosas, si no que era la vida misma, las demás personas que andaban a mi alrededor para hacerme reir o llorar, correr o trepar un árbol, pelearme a las trompadas o aceptar una caricia, y luego aquella carta de amor que llegó imprevista, seguida del primer beso en los labios.
Ya a mis veinticinco años logré terminar la carrera de médico veterinario y me asocié con un amigo para abrir un pequeño negocio que prosperó rápidamente. El beneplácito de mis padres fue grande, aunque todavía seguían preguntándose por qué su único, apuesto y carismático hijo continuaba soltero. Con bastante frecuencia mi madre aparecía en la veterinaria solamente para fastidiarme, recordándome con gestos y palabras que no estaba de acuerdo con mi estado civil. Pero una tarde puso en mis manos una nota donde había escrito un número de teléfono y un nombre. Entonces mi madre sonrió y después dijo: «¿Te acordás de Gladys, tu amiguita de la infancia?».
Esa noche me quedé mirando el número de teléfono que me había entregado mi madre. Pensé en las muchas veces que había buscado a Gladys en las redes sociales sin ningún resultado, y ahora que por fin tenía la oportunidad de decirle tantas cosas, quería hacerlo ya mismo, quería contarle lo mucho que me había afectado su partida, y que nunca la había olvidado.
Quedamos en encontrarnos en una cafetería del centro. Lo primero que sentí cuando vi a Gladys ahí sentada y esperándome, fue que ella era exactamente igual a como yo la había imaginado. Sin mencionar sus dos pequeños hoyuelos que se le seguían formando en las mejillas cada vez que sonreía. Nos miramos. Nos abrazamos y estuvimos ahí sentados recordando anécdotas y también poniéndonos al día con nuestras vidas. Hasta que pronto comenzó a oscurecer.
Gladys había vivido muchos años en el extranjero y era maestra jardinera, aunque actualmente no ejercía. Por supuesto, una de las preguntas que le hice fue si estaba casada o en pareja. Gladys bajó la mirada y me dijo que sí. Hacía dos años que estaba con alguien. No sé por qué, pero de pronto sentí curiosidad por esa tercera persona. Además de considerarlo un hombre muy afortunado, sin dudas también tenía que ser alguien muy especial, para que una persona como Gladys se fijara en él. Yo me lo imaginaba joven, acomodado, profesional y ocasionalmente voluntario en alguna casusa solidaria. Pero cada vez que le preguntaba sobre eso, Gladys sencillamente se limitaba a cambiar de conversación.
A Gladys le encantó que yo fuera médico veterinario. Me contó que tenía una gatita siamesa que se llamaba Simona y, desde luego, le ofrecí mis servicios. Aceptó con una hermosa sonrisa y al día siguiente recibí su llamado. Cuando la conocí, Simona resultó encantadora pero traviesa. Me costó bastante conseguir que escupiera una enorme bola de pelos, mientras Gladys observaba cada movimiento con curiosidad, acodada en la mesa.
Gladys me mostró su departamento, que era sencillo pero acogedor. Estaba muy bien iluminado y además de Gladys y Simona, nadie más parecía vivir ahí. Cuando entramos en su habitación, sufrí una especie de flash back que me llevó directo el tiempo de nuestra infancia. Claro, yo esperaba encontrarme con una cama de dos plazas, pero al ver una cama simple intenté disimular mi sorpresa lo mejor que pude aunque estaba seguro de que a Gladys ningún detalle se le escapaba. Hasta Simona pareció darse cuenta, porque se quedó mirándome con su blanca cabecita levemente inclinada y sus orejas en punta.
Después de charlar y reirnos y tomar un par de riquísimos cafés, me despedí de Simona y le dije a Gladys que no dudara en llamarme cuando me necesitara. Volví caminando a mi departamento, tal vez porque quería pensar, ordenar algunas cosas en mi cabeza, algo que se volvió una costumbre también a la salida del trabajo. Además, cada tarde me imaginaba a mi madre saturando mi contestador automático con sus preguntas tan poco sutiles. Y como si eso no fuera suficiente, comencé a tener la sensación de que en las calles algunas chicas me miraban de una manera extraña, algo que me hizo sentir halagado, por supuesto, pero solamente al principio. Nunca tuve pasta de casanova.
Las llamadas de mi madre se hicieron cada vez más habituales. Una noche le repetí que sí, que era una lástima que Gladys estuviera en pareja, pero que me alegraba por ella, porque seguramente se merecía haber conseguido un hombre excelente y repetable. Mi madre se dio por vencida y colgó, aunque cinco minutos depués escuché el teléfono otra vez. Atendí con malas pulgas pero esta vez era la joven y dulce voz de Gladys.
--¡¡Hola, Sergio!!
--¡¡Hola, Gladys!!
Esa noche Gladys me confesó sentirse un poco sola. Resultó que su pareja estaba trabajando en el extranjero y no regresaría al país hasta el mes siguiente. Yo no quise preguntar nada más, pero en la voz de Gladys no había tristeza, ni siquiera resignación. La palabra era... ¿Sensualidad? No, eso era imposible. Mi imaginación sencillamente me estaba engañando. Aun así sufrí una repentina erección y sentí el intenso deseo de decirle a Galdys que, si ella estaba de acuerdo, podía venir a conocer mi departamento, donde comeríamos pizza mientras mirábamos alguna película. Incluso Simona estaría invitada. Sin embargo Gladys tenía otros planes. El sencillo plan de invitarme ahora mismo a su casa. Claro, solamente si yo quería. Y le dije que sí, por supuesto, y después de bajarme del taxi y golpear la puerta de su departamento, encontré a Gladys vestida con una bata casi transparente. Literalmente se la arranqué del cuerpo e hicimos el amor ahí mismo, caramba, lo hicimos varias veces, mientras escuchábamos a Simona arañar los vidrios del balcón.
Fue hermoso ver a Gladys dormida entre mis brazos, luego desayunar juntos y despedirnos con un beso hasta la noche, porque a la noche repetimos nuestra aventura. En realidad, casi todas las noches de aquella semana dormimos juntos, en mi departamento o en el de ella. Por la tarde íbamos al cine o a pasear a cualquier lado. Caminábamos de la mano y sin apuros. Yo nunca había sido tan feliz junto a otra persona.
Estuve a punto de decírcelo a mis padres, pero decidí no hacerlo. Tenía razones para eso. Aunque me fastidiaran siempre con el mismo asunto, tampoco quería ilusionarlos con una relación que en realidad era clandestina. Gladys tenía su novio trabajando en el extranjero y en cuestión de días regresaría para recomenzar su vida junto a ella. Lo mío era seguramente una aventura, una hermosa aventura pasajera.
De Gladys siempre admiré eso, su sinceridad y su equilibrio emocional. Durante esas semanas que pasamos juntos jamás me hizo una sola promesa, jamás me ilusionó con nada. Gracias a eso las reglas de nuestro juego estuvieron claras desde el principio. Nada de preguntas, nada de promesas. Aún así, teniéndola en mis brazos una noche, con su respiración casi sincronizada con la mía, no pude callarme la pregunta que quise hacerle desde el primer día, preguntarle por ese hombre que la había conquistado, ese hombre que seguramente era tan singular que ni yo ni ningún otro podía llegarle a los talones, o adueñarse ya de Gladys. Después de escucharme, ella abrió lentamente los ojos, me miró y con voz pausada por fin me dijo: Laura, su nombre es Laura, es mi amor y regresa mañana.
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