Una amiga me pidió que escribiera algo desde el punto de vista femenino, encarando a los hombres de su familia. Hice lo que pude, pero además lo publico (con su autorización) como un homenaje tardío para todas aquellas con las que compartimos los clamores y la esperanza.
Para escribir estas líneas no me bastó con volcarme a resaltar las bondades de mi madre, la sutileza de mi abuela o los sueños de mis sobrinas. Esto, sin mencionar a mis amigas, todas mujeres apreciables y de enormes cualidades. La cercanía con ellas podría interferir en mis apreciaciones, puesto que el amor es difícil de ocultar y se filtraría en cada una de mis palabras. Pues bien, le consulté a mis hombres, mi esposo, mi padre y mi hijo, que son los referentes más cercanos. Mi padre susurró algo ininteligible: siempre se le enredan las palabras cuando la emoción lo embarga. Gracias hija, le escuché decir antes que un sollozo se asomara indiscreto en su temple de macho. Supe siempre que veneraba a mi madre como ella lo amaba a él, fue su compañera y amiga, la mujer elegida para compartir una existencia de esfuerzo pero repleta de dicha. En resumen, no me dijo nada, pero la imagen de mi madre refulgió en sus pupilas y el abrazo en que nos envolvimos plasmó el amor mutuo entre padre e hija. Recordé lo respetuoso que ha sido siempre con las mujeres, lo mucho que las admira y las alienta a surcar sus propios senderos. El reconoce en cada una de nosotras a un ser que ha logrado desatar todas las amarras sociales con ahínco, con inteligencia y poniéndolo todo de su parte para que este mundo sea un lugar más agradable, sin conflictos superfluos que provocan el distanciamiento, el odio y el resentimiento. Allí, donde algunos hombres esgrimen armas, nosotras, unidas en una sola voz, exigimos reivindicación para nuestros derechos, justicia y una sociedad más justa para todos.
Mi esposo es distinto. Por lo general, un aura de silencio sacraliza sus momentos y son sus gestos, sus suaves ademanes los que me dan pistas de su sentir. Y por ello, cuando le pregunté qué significaba la mujer para él, se levantó con esa parsimonia tan suya y sin que yo lo imaginara, me dio un beso tan pero tan dulce y tan fuera de lo cotidiano que casi pierdo el resuello. Para él - susurró, las mujeres somos el origen de la existencia, la “matria” y el sustento, la fuerza y la dulzura, el enigma y el beneplácito, la lucha milenaria por lograr su cetro, reina sin corona que da a luz jazmines de esperanza. Dicho esto, me abrazó e imaginé todo el resto de su discurso. Mis amigas desfilaron por mi mente, leales y cooperadoras, tejiendo complicidades en esta tarea de ser mujeres, amigas y compañeras, esposas y madres, redoblando sus esfuerzos para ser la misma mujer con todos sus talentos al servicio de cada uno de sus roles.
Mi hijo es otra cosa, soy su referente, como lo son sus abuelas, sus primas, sus pololas. De todas ellas habrá sacado alguna conclusión e intenté que nos definiera sin tapujos. Se rascó su cabeza ante menudo dilema. Quizás pensó en decir que somos bacanes, buena onda, mujeres piola y otras un poco brígidas. Nada de eso. Me abrazó también rodeándome con sus manazas imberbes, me besó y en ese beso sentí todo su agradecimiento por mis desvelos, por ser mujer y madre y representarlas a todas en ese instante, mujeres valerosas que no se arredran ante nada.
-Te quiero mamá- susurró con su voz juvenil y sentí en ese instante que uno de mis más preciados objetivos estaba allí presente, dándole sentido a mi existencia e impulsándome a ser la mujer de hoy, la que sale por las mañanas para cooperar con su esposo en la lucha por el pan, la hacendosa y comprensiva con su progenie, que se desenvuelve en todas sus múltiples facetas sin perder en ningún instante la resplandeciente feminidad que la identifica.
“Mujer, enorme ser que circunda nuestras vidas para entibiárnoslas con sus cálidas manos y con los frutos prodigiosos de su amor insobornable. Cuanta ternura invoca, ya sea que se vista como varón para esgrimir las herramientas que harán justicia a sus ansias de reivindicación, bella mujer sudorosa que trajina aún en las mazmorras rescatando miga a miga el pan fecundo que será poderosa savia para esos hijos que se ramifican en su estirpe; hembra sólida que inunda de placeres la piel abrupta de su amante para quebrarse más tarde en silencios acunados por esas pupilas espejadas como pena que se disuelve en mares infructuosos. Mujer ardorosa capaz de enseñorearse en mil batallas para conservar sus dotes, hidalga fémina que desenvaina pudores y se entrega a la dicha sin por ello dejar de lado las saetas de sus proclamas que buscan los lomos opulentos de la sacrosanta injusticia. Mujer, mujer invadida por los prejuicios de una casta ciega que moldea arcanas maldiciones en sus estériles fuentes, desata de una vez aquello que te denigra y transfórmate en paloma enhiesta, libre y venerada por esos mismos hijos que procreaste que insultan todo lo bello y adoran lo inalcanzable”.
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