El súmmum de la sofisticación durante mi infancia.
También me llamaban mucho a la atención los motocarros. Iba de la mano de mi madre por territorios incógnitos, atento, antes que a otra cosa, a ver si dentro de mi campo de visión entraba algún motocarro. Si pasaba, daba por buena la jornada. Un día se organizó la algarabía. Nos llevaban de viaje a la capital de la provincia. Qué duda cabía: me iba a echar al coleto visual un par de motocarros, o tres.
Y allí estaba, reluciente, sirviendo de pórtico a la oficina del catastro, flanqueando el paso de aquella manera tan elegante. Después nos compró- a mi hermano y a mí- un cucurucho de helado. Que nos despachamos sentados a la sombra de un árbol, en un banco de un jardín (que otros, quizá más optimistas, llamaban parque).
Y de remate, allí estaba, reluciente también, un motocarro amarillo y negro, del servicio de correos.
Lo primero que contaba a mis amigos eran hallazgos de este tipo. Ellos también tenían sus peculiaridades.
Entre la puerta giratoria de la oficina del catastro- yo decía catasto- y el motocarro del servicio postal tenía material para amenizar casi una tarde entera.
La segunda parte de la jornada vespertina consistió en dilucidar para qué demonios servía la oficina de marras. ( Ya en el pueblo).
Hubo opiniones de todo tipo. Por lo visto allí pagaba la gente por tener inmuebles- me dijo un señor muy serio mientras otro atendía a mi madre.
Estaba todo dilucidado por tanto. Por lo visto nuestra madre había acudido a la ciudad a hacer un encargo de muebles. El tiempo avivó mi curiosidad, pues por allí no aparecía camión alguno de mudanza. Y cuando al fin pregunté por la tardanza, me contestó mi padre, que vendrían esta misma semana. Ah, y lo que era mejor: a bordo inequívocamente de un motocarro.
|