Sintió como una mano acariciaba su pelo, dormida. Los pies se le enredaban en la sabana, la transpiración hacia que su cuerpo se pegara a las cobijas. Hacía mucho calor en esa casa vetusta, y sombría.
Apenas si se podía mover. Los dedos de los pies agarrotados. Estirarlos uno a uno era una solución fácil. Así que movía en forma lenta cada uno de los dedos. Su cadera daba contra el cuerpo amigo. Se ruborizaba mientras se acurrucaba aún más a esa calidez, amistosa, y confiable.
Los años fueron pasando y al llegar el día cada cual se iba a sus actividades diurnas.
-¿Mama por qué dormiste conmigo tantos años?
Le preguntó Sofía, aquel día y ella no supo que contestarle. “Por soledad, tal vez, porque su marido no la tocaba siquiera ni por las noches, no le hablaba, ni le brindaba una sonrisa”.
Así creció Sofía, con su madre siempre al lado suyo.
-No dejes de tocarme, ni de abrazarme musitó Sofía a ese hombre que había conocido la noche anterior.
Sus caderas se agitaron al son de ese movimiento ancestral, en la penumbra de la habitación, adentro y afuera, con ese devenir cóncavo y convexo, haciendo durar ese momento hacia el final de su infancia.