Cuando Bruno Garfield cumplió los dieciocho años, su padre le hizo saber que ya no solventaría su vagancia.
—Suficientes años ya tienes como para seguir siendo el gordo gusano comiendo de mi bolsillo —le expresó con rudeza.
«Tantos años de maltrato verbal ahora se suma el destete», pensó Bruno mientras apretaba sus puños y rumiaba su ira.
«¿Qué hacer para generar dinero?», se preguntó en tanto se dirigía a su cuarto para tumbarse en la cama. Miró al techo como buscando una divina revelación, pero sólo halló una mancha de pelota que alguna vez en su niñez lo hizo por travieso y por el cual le reprendió su padre dándole pelotazos en su cabeza.
—Soy bueno escribiendo cartas —se decía—. Mis amigos así lo creen pues siempre me andan pidiendo que les redacte una para sus queridas. Creo que eso haré. Mañana publicaré un aviso en el periódico.
La publicación de su anuncio no le dio el resultado que esperaba. Los días pasaban y en cada uno de ellos su padre se aparecía en el umbral de su dormitorio por unos largos diez minutos con los puños en la cintura en un ridículo remedo de pose de Supermán. Se mantenía callado, con la mirada fija en los ojos de su hijo, repitiendo de manera telepática: «¿Cuándo, carajos, sales a trabajar?». La telepatía debe haber funcionado porque Bruno recibía el mensaje en esos angustiantes diez minutos en medio de un silencio helado.
El celular suena, Bruno contesta.
—Aló.
—¿Usted es del anuncio en el periódico? ¿Ese que se ofrece a redactar cartas de amor?
—Sí, sí. Soy yo. ¿A dónde puedo verlo para que me de los detalles? —preguntó Bruno.
—Por ahora prefiero mantenerlo todo por celular. ¿Algún problema?
—No, no. Ninguno
—Mi amada es una chica que practica fisicoculturismo. Ella no sabe que la amo, tampoco sabe que yo existo. ¿Me entiende? Pero quiero enviarle una carta en anónimo, por el momento. ¿Cuánto me va a costar?
—Bueno, cincuenta nuevos soles es mi tarifa. Por cierto, me llamo Bruno Garfield.
—De acuerdo, señor Garfield. Le dictaré la dirección de mi correo electrónico para que me envíe la carta. Confiaré en su buena calidad. Deme su cuenta bancaria que ya mismo le haga el depósito.
Bruno estaba contento. Su primer trabajo. Su primera plata ganada con su talento. Luego dejó de sonreír, el pedido le pareció bastante extraño, además, ¿cómo escribirle una carta a una fisicoculturista? Buscó en la ruma de periódicos viejos, apilados en un rincón del comedor. Encontró unas pocas fotos de concursos femeninos que le dieron una idea de cuán musculosas podían ser. Y ya mismo se puso a escribir haciendo énfasis en su hermoso rostro y en su admiración de ese cuerpo tan bien trabajado. Por supuesto que Bruno no podía saber si era bella o no, por eso tomó como modelo una de esas fotos. Después de un par de horas escribiendo en su maltrecho computador, envió el correo, luego, con premura, se fue al banco para sacar el dinero por su pago.
En la noche recibió una llamada, era el extraño que le encargó la carta.
—¡Buen trabajo, señor Garfield! —le alabó el extraño.
—Bueno, gracias —contestó Bruno con timidez.
—Le estaré llamando por otra carta.
En la mañana siguiente, Bruno se despertó por el chirrido de la puerta. Se restregó los ojos, y ya con más claridad vio a su padre en su pose de Supermán, con la mirada fija en él y reclamándole de manera telepática. Bruno metió su mano por debajo de su almohada y sacó el billete de cincuenta nuevos soles y lo estiró con ambas manos enseñándole a su padre. Éste asintió varias veces con la cabeza como diciendo: «Por el momento te dejaré tranquilo, maldito gusano gordo.»
Cada cinco días recibía la llamada del extraño, pidiéndole una carta. Bruno, para entonces, ya parecía un experto aunque sólo fuese su único cliente.
Seis semanas después, el extraño llamó.
—¿Bruno Garfield?
—Lo escucho.
—Quiero que venga a verme, ya es tiempo de conocernos. ¿Tiene dónde apuntar la dirección?
—Espere... Estoy listo, dícteme por favor —Bruno tomó nota.
—Un detalle más —le dijo el extraño—, vístase con terno y tráigame una caja de chocolates, yo le haré el depósito para que los compre.
Luego de colgar se preguntó: «¿Vestirme con terno? ¿Y, con chocolates?». Realmente era un pedido extraño, tan extraño como el mismo sujeto que le pagaba por las cartas.
Esa noche se alistó tal cual el pedido. De camino compró la caja de chocolates y tomó un taxi rumbo a la dirección.
—Y aquí estamos —se dijo cuando llegó. Tocó el timbre, se acicaló el cabello y se acomodó el saco y la corbata. La puerta se abrió. Bruno elevó lentamente la mirada hasta llegar al mismo par de ojos que lo miraban. Su quijada se desencajó. Era una rubia inmensa como una montaña y de cuyo rostro no se podía distinguir si era hombre o mujer, sólo los senos grandes y un ajustado vestido de encaje negro señalaban que era una fémina. Aquella mujer le arrebató la caja de chocolates y los tiró a un sillón, inmediatamente le tomó de la mano sin que Bruno opusiera resistencia pues no salía de su asombro. Unos brazos poderosos lo abrazaron levantándole del piso, y la mujer le dio un profundo beso. Bruno Garfield sintió cómo una lengua lubricada de saliva penetraba su boca como un pene violentando una vagina. En ese momento Bruno tenía los ojos extremadamente abiertos, sus piernas se sacudían sin poder llegar al piso, y sus brazos se agitaban sin conseguir un apoyo para soltarse.
—¡Qué rico gordito eres! Tus cartas me excitaban y tenía muchas ganas de conocerte.
—¡Pero, yo no...! —No pudo terminar la frase para decirle que él no era el firmante de esas cartas sino otro, un extraño, porque la musculosa dama le volvió a violar con la lengua en otro húmedo beso.
Bruno Garfield continuaba en su lucha contra esa violación bucal y, de algún modo, pudo zafarse de aquella jaula de músculos y huesos. En su desesperación no lograba girar la perilla de la puerta principal pues sus manos sudorosas se resbalaban. Hasta que, por fin, consiguió salir corriendo.
Cuando Bruno Garfield llegó a su casa, tomó dos vasos de agua y se sentó en la orilla de su cama. Aún temblaba de la impresión. El sonido del celular le sobresaltó.
—¿Bruno Garfield?
—¡Es usted un enfermo! —le increpó— ¿Por qué no me advirtió que la dirección era de la mujer de sus cartas?
—Antes de aventurarme a ir personalmente quería saber cuál sería la reacción de Nicole, así es cómo se llama —se justificó el extraño.
—Pues sepa usted que es una montaña de músculos, que besa asquerosamente. Por favor, ya no me vuelva a llamar ¡enfermo de mier...!
Y esa fue la historia del primer trabajo del gordito Bruno Garfield. |