La vida sorprende a la vuelta de la esquina, acaso allí mismo donde una mujer empuja el carrito de su bebé o donde aguarda un tipo de mirada torva que quizás contradice su corazón nobilísimo. En cada recoveco de la calle, o de esta existencia impredecible, surge el hecho inusitado.
Sucedió una tarde en que el tráfago vehicular competía con el hormigueo de la gente. Serían las dos de la tarde y regresaba yo de una diligencia en el centro de la capital. Emergiendo del túnel del tren subterráneo me topé con el tropel de personas que avanzaba en distintos sentidos, en sintonía con la cantidad exorbitante de vehículos que cruzaban raudos, conducidos por la misma infinidad de seres tan anónimos como la marea humana que se desplazaba resuelta. En la esquina aguardaba una mujer de edad avanzada, delatada por su cabellera encanecida y la curva pronunciada de su espalda. Intentaba cruzar la anchurosa avenida pero el enjambre de vehículos se lo impedía. Los semáforos habían sido destruidos en una jornada de protesta, lo que derivaba en un caos infernal. Me apresuré a facilitarle el cruce a la mencionada dama, imaginando una sonrisa de agradecimiento en su rostro. Lejos de esto, me miró sorprendida y comentó con voz clarísima:
-A la edad de nosotros, hay que pedirle permiso a una pata para levantar la otra.
Ese “nosotros” me puso en alerta. Imaginaba yo, imaginaba ella, vaya uno a saberlo, pero suponía que me respondería con un “Gracias joven” y ahora, en esa vereda movediza, ya éramos semejantes acaso en una hermandad antojadiza de calendarios y penurias. O bien, la señora sufría una avanzada miopía, la que suplía con esa lengua infecta. Quise avanzar un par de pasos y dejarla atrás, ofendido en lo más íntimo de mi ser. Escuché su voz cascada que me alertaba:
-Cuidado caballero, no me lo vayan a atropellar.
La miré, ya nada de condescendiente, mientras la mujer movía sus piernas delgadas con una agilidad que me sorprendió, para alcanzar el primer descanso. Contemplándome desde abajo con sus ojos pícaros sonrió, diría que de una forma burlona.
-Aprovechemos ahora, que el camino está libre- le dije, en el preciso instante que trastabillé por un bache del pavimento.
-Cuidado, fíjese donde pisa. Este alcalde que no arregla las calles.
Cuando llegamos por fin a la vereda opuesta, nos despedimos, la señora, sonriente y a mi parecer, menos encorvada. Me quedé con una duda que se revolvía en mi pecho, sin resolver si al final fui yo el que la ayudó a ella o fue ella la que me ayudó a mí a cruzar ese infernal río repleto de motores rugientes, transeúntes ávidos y miserias cotidianas.
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