El sol entra a raudales por la ventana en mi pecho. Ahí estas tú, con los brazos apoyado en el alfeizar de la ventana con cortinas color pistache. La madera del marco de la ventana está pintada de amarillo. Tú, como yo, envuelto en gasa azul fuerte. Ambos, con hielo en el ojo y con el corazón vuelto líquido. Desde aquí vemos todo sin inmutarnos: te estas yendo, con todo tu amor. Estamos felices, porque al final tú serás feliz. Nosotros nos quedaremos aquí, con la gasa envolviéndonos, con los gatos de la memoria jugándonos trastadas de mierda y con los ecos de un futuro muerto agobiándonos. Te vemos: te estas yendo, y no miras atrás. Nosotros, sangramos. Nos revolvemos en este alambre de púas con la esperanza de rasgar la gasa, sin saber que el alambre está dentro de nosotros y no fuera. Nos ahogamos, y no sabemos respirar. Tú sí que sabias respirar. Tu pequeño yo, el que vive en la ventana de mi pecho, se da la vuelta y mira los tres cadáveres: ellos, los del pasado, los que murieron cuando tú te plantaste con fuerza dentro de mí. Suspira, porque tu pequeño yo sabe que habrá de morir, aunque yo me resista, aunque traté de detenerlo: tu cadáver también se quedará. Te sientas en el piso ajedrezado y miras el techo y sientes los gusanos dentro de ti, las larvas que al morir se alimentaran de ti y de esas larvas nacerán las nuevas mariposas amarillas. Te vas, y no hago nada. |