Ayer perdí mi trabajo de matar cucarachas. Aunque no era una labor agradable que digamos, al menos me pagaban muy pero muy bien, por la que pude, con gran esfuerzo y mucho overtime, comprarme una navecita galaxial sin timón (la condujo pisando unos botones multicolores) que me permite hacer turismo por todos los rincones del universo en los que he cosechado amistad con espléndidos habitantes de planetas sin edad y conocer sus infinitas y seductoras historias.
Fueron once fructíferos años en “Laboratorio FCI”; largas y duras madrugadas de estar ocho horas sentado sobre una silla metálica, atento, en posición de guardia con mi pequeño lanzallamas (a quien puse Nerón) frente a una de las trece puertas de acceso al edificio para impedir que cucaracha alguna ingresara a él. En ese lapso, no hubo una sola que lograra invadir mis territorios, ninguna que me venciera y rompiera mi fama de eximio espantacucarachas. A decir verdad, serán feas, indeseables, asquerosas, pero hay que reconocer que son muy astutas, porque nadie sabe cómo diablos se camuflaron con sus maletas para hacerse un sitio en el desesperado éxodo humano hacia otros planetas (mediados del siglo XXVII d.C.) por el inminente choque de un monstruoso meteoro del tamaño de la luna contra la Tierra, de la que somos sus descendientes en este planeta en que paso mis días, llamado Guevarum. El asunto es que, al poco tiempo que llegaron los primeros terrestres al desértico Guevarum, cuando todo el mundo se creía librado de los animales más detestables que transitaron en la desaparecida Tierra, de pronto, una soleada mañana en que una multitud festejaba la fundación de una ciudad al lado de un río bullicioso, apareció muy campante, ante los ojos y asombro de todos, una cucaracha hambrienta, trepándose en la mesa llena de bocadillos.
-Dios mío, éstas nos seguirán hasta el fin del mundo!- exclamó furiosa una mujer que servía las copas de champagne.
Desde entonces, qué no se hizo para exterminarlas. Hasta el día de hoy, la ciencia no puede con ellas. Han pasado casi novecientos años (estamos en el siglo IX guevarumés) y siguen ellas jodiendo por todas partes. Como jodieron tremendamente una madrugada a “Laboratorio FCI”, once años atrás, cuando un tropel echó por los suelos decenas de frascos de vacunas que aniquilan al Gen de la Maldad en los guevarumeses. La empresa no tuvo más remedio que contratar personal para ahuyentar a esas bandidas.
Pero, en el fondo, debo agradecerles mucho, porque sin ellas no habría comprado mi enorme casita de cristal en las exclusivas montañas de Merión; ni mi robot chef que cocina suculentos potajes de mi agrado; ni el néctar que me hace soñar lo que deseo; ni alquilar las piernas desechables con las que corro como un auto de carrera; ni el extracto de genes que me vuelve diestro para tocar el piano como Chopin o el violín como Menuhin, entre otras cosas, así como la navecita galaxial mencionada, llamada Rosita, en honor a la tatarabuela de mi tatarabuelita, que lamentablemente por apenas tres meses, no alcanzó a conocer y beber el brebaje de la inmortalidad. Así es, soy inmortal. Desde hace dos siglos todos los guevarumeses somos inmortales. Cada año renovamos nuestras células biónicas con la milagrosa sustancia que descubrió el doctor Quispesoli (personaje del Milenio en Guevarum) que ahora, según las chismosería científica, está arrepentido de su extraordinaria pócima, porque ya le está aburriendo su larga vida de doscientos catorce años.
Como pueden ver, la ciencia en Guevarum ha alcanzado logros inimaginables, y enterados por mí, más de un amigo de diferentes mundos que visito, me preguntan cómo es posible que disponiendo de tan maravillosas cosas, tengamos que trabajar como lo hacían los hombres en la Tierra. Entonces les explico que si hay algo significativo en la historia de la Tierra que destacamos en Guevarum, eso es precisamente el valor del trabajo. Llegó un momento dado de tanto adelanto (en el siglo IV guevarumés) que se podía comer y disfrutar de los grandes inventos sin mover un dedo. Todo el mundo vagaba en el paraíso. Pero en esos tiempos de holgazanería y placeres sin límites, más de uno alertó el estancamiento en la que habían caído. Se desató una batalla intelectual entre dos corrientes: los flojos que defendían los merecimientos que les daba siglos de arduas investigaciones científicas para gozar de sus frutos y llevar una vida sin apremios, y los progresistas que criticaban la improductividad y otros peligros que acarrean los vicios de la ociosidad. Felizmente se impusieron éstos últimos para acabar con un siglo de vagancia. La tarea no fue fácil, se puso mano dura contra los remanentes de la haraganería, en la que fue necesario encarcelar a los pocos que la defendían. Y tras una larga y fuerte campaña de aleccionamiento de los progresistas, finalmente los guevarumeses se convencieron de los beneficios del trabajo. Todos volvieron a madrugar para ganarse el pan de cada día y seguir descubriendo más cosas con el mismo fervor de los primeros tiempos.
Pero a pesar de tan magníficos logros de la ciencia, lo que lamento, es que aún ella no haya podido desterrar al Olvido, ese bichito bien enquistado en el cerebro que hace estragos a la memoria, haciéndonos padecer más de un dolor de cabeza, y hasta, por qué no, con consecuencias trágicas.
Sucede que ayer estaba tan emocionado por viajar este fin de semana a un planeta donde existe un pueblo que exhibe una pared pintada de un color que no se asemeja a ningún color parecido, que no me permitió concentrarme a la hora de salir hacia el trabajo.
Como todas la noches, llegué puntual para empezar mi jornada de once de la noche hasta las siete de la mañana. Dado que comprobé que desde hacía medio año no se había atrevido una sola cucaracha a ingresar por debajo de la puerta (ya me temerían, sabrían de lo impasable y cruel que soy con ellas) y confiado que esta vez no sería la excepción, preví dormir toda la madrugada sobre mi silla metálica y levantarme fresco por la mañana para viajar en mi Rosita y conocer ya de una vez a ese color extraño del que tanto hablan en todo el universo.
Luego que se abrió la puerta que resguardo (se abre con solo mencionar mi nombre) ingresé aún pensando en ese color (¿celestial o demoníaco? que me quitaba el sueño y me dirigí a descolgar al pequeño lanzallamas, mi fiel compañero de mil combates. Entonces, recién me percaté de algo que hizo que maldiciera a ese siglo de la vagancia. Sí pues, en esos largos años tirados a la acequia del abandono, bien pudo lograr la ciencia corregir este mal que me ha hecho perder mi buen trabajito. Por más que les supliqué hasta casi llorar, me despidieron de todas formas. No señor, la empresa es muy estricta, no pasa por alto ni un descuido, error o falta alguna. No me dieron chance de volver a casa por ellas.
Y es que mi querido Nerón no tuvo manos que lo cogieran, pues olvidé de ellas en el segundo cajón de mi ropero verde.
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