Desde hace un tiempo que me alejo, o son ellos los que aceleran la distancia en esta especie de galaxia que se va desenhebrando en medio de esas nebulosas huidizas que dibujan recuerdos efímeros, pasado de estallidos y profusión de colores, hoy marchitos. Son ellos y soy yo en este presente furtivo que nos distancia en el silencio de las no palabras, de la fatiga de dibujar un número en el artificio electrónico para restablecer el vínculo. Cuesta, cada hora, cada brizna y la sucesión de jornadas arredra el impulso, el dedo y la nostalgia. La culpa se agranda en el pecho y sopeso si también se anida en la de ellos, parientes, amigos, todos ellos en sus biósferas particulares, escapándose tras esta especie de big bang que son los años con la consecutiva decoloración de las palabras, de los abrazos, incluso de la placidez de los años idos.
La campanilla de mi celular restalla en el silencio. Con mano temblorosa, atiendo.
-¡Pedro! ¡Tanto tiempo! Me estaba acordando de ti. ¿Qué es de tu vida, viejito lindo?
Y la culpa como que se va aposando disimulada en alguna parte de mi cuerpo, porque quizás ese amigo que es casi un hermano, es posible que también haya necesitado remecerse un tanto de ese sentimiento incómodo que se nutre de silencios plagados de remordimiento.
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